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Viajar es como estar soñando, y esta no es la primera vez que lo digo: lo que pasa es que cada vez me convenzo más de lo oníricos que son los viajes. O por lo menos los míos. A veces me cuesta creer que estoy despierta cuando viajo: todo me parece tan sorprendente que siento que estoy soñando. Es que si uno se deja llevar por el camino, el viaje se convierte en un almacén de sueños: basta con cruzar la puerta para encontrarse con estantes repletos de posibilidades, vitrinas llenas de historias por empezar y heladeras con todo tipo de realidades paralelas listas para ser ingeridas. Una gran parte del viaje está determinada por las decisiones personales que cada viajero toma, otra gran parte está determinada por el azar, y otra por todas esas realidades simultáneas que existen a tan pocos kilómetros de distancia. Sólo es cuestión de tomar el camino que va a la derecha en vez del que va a la izquierda (o vice versa) para caer en una realidad completamente distinta a la que nos hubiese esperado al final del otro trayecto. Un viaje no sería lo que es si el mundo no fuese tan diverso. Porque si todos viviésemos exactamente de la misma manera y tuviésemos el mismo paisaje de fondo, ¿qué gracia tendría salir a conocer lo desconocido? Por eso agradezco que el mundo sea un gran almacén de realidades.

[singlepic id=6817 w=625 float=center] Cada destino es distinto al anterior

[singlepic id=6799 w=625 float=center] Hay almacenes/despensas de todo tipo

[singlepic id=6834 w=625 float=center] Lo que espera al final de cada ruta y detrás de cada puerta es un misterio

El Crot Trip por la Provincia de Buenos Aires fue un almacén de sueños breve pero muy variado. Durante una semana pasamos de una realidad a la otra de manera tan abrupta que fue como si hubiésemos saltado de una baldosa a la siguiente. Primero nos subimos a un tren que nos llevó a Crotto, un pueblito detenido en el tiempo. Después tuvimos una aventura en Cinemascope en la mansión abandonada de Egaña. En algún momento, también, desayunamos en el despacho del intendente de Tapalqué y escuchamos una frase tan bizarra como: “Te llamamos de la municipalidad para avisarte que el mago y el burbujero están haciendo dedo”. En los pueblos sacamos las sillas a la calle y miramos el día pasar, como si el mundo se hubiese reducido a esas sillas y a ese día. Le tocamos el timbre a un chico que alguna vez pidió un libro de Juan (“Vagabundeando en el Eje del Mal”) por correo, como para darle una sorpresa, pero no lo encontramos (¿qué hubiese pensado al escuchar “Hola, soy Juan, el autor de uno de los libros que tenés en tu biblioteca”?) (Si Murakami me tocara el timbre de mi casa creo que me muero ahí mismo). Comimos yogur y galletitas sentados en la vereda de la esquina principal de Rauch a la hora de la siesta y nos imaginamos que en aquel mismo momento, la esquina principal de Buenos Aires —que, a todo esto, no pudimos definir cuál de todas es— estaría un poco más poblada. Salimos en la radio, en el diario y casi en la tele de una de las ciudades que visitamos, todo por ser viajeros y tener cosas que contar.

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Pero de todas las experiencias que me regaló este almacén de sueños bonaerenses, me quedo con tres: el ángel del cementerio de Azul, la máquina del tiempo de Campodónico y la media hora de conversaciones de Las Flores.

[singlepic id=6843 w=625 float=center] El ángel del cementerio de Azul

Fuimos a Azul a pedido mío. En realidad de Azul no vimos nada, porque fuimos directo al cementerio y después seguimos camino. A mí personalmente me gustan los cementerios, me gusta ver cómo cada cultura trata a sus muertos, cómo cada grupo humano se relaciona con la muerte. Al fin y al cabo, no hay nada más universal que la muerte. Nadie se salva. ¿Para qué fuimos al cementerio de Azul? Para visitar al ángel de la entrada. Hace unos meses, leyendo la revista Orsai, conocí la historia de Francisco Salamone y decidí que en algún momento iba a hacer la Ruta Salamónica por Buenos Aires. Salamone fue un arquitecto ítalo-argentino que vivió y trabajó en el Interior del país. Entre 1936 y 1940 construyó más de 60 edificios en 25 municipios de la Provincia de Buenos Aires: sus especialidades eran los edificios municipales, los frentes de cementerios y los mataderos. Lo más impresionante no es la cantidad de obras que hizo en tan poco tiempo, sino las características de esas obras en sí. Hay que verlas, no son construcciones cualquiera: son obras arquitectónicas completamente fuera de contexto, edificios que seguramente iban en un camión rumbo a Ciudad Gótica y se equivocaron de código postal. Son obras monumentales, angulosas, cuadradas, son moles de piedra puestas como si nada en pueblos y ciudades de casas bajas y calles tranquilas. Irrumpen el paisaje urbano por lo altas, imponentes y completamente descolocadas que son. Por ahora solamente tuve el placer de ver dos: el portal del cementerio de Azul y la Municipalidad de Rauch, pero espero hacer la ruta completa pronto.

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[singlepic id=6844 w=625 float=center] La Municipalidad de Rauch apareció de sorpresa

Los almacenes de sueños de hoy son las pulperías de sueños de ayer, y las que quedan en pie son portales para viajar en el tiempo, como la de Campodónico, por ejemplo, ubicada en medio del campo en la localidad de Azul. Seguramente en algún punto de los 25 kilómetros que la separan de la ciudad de Tapalqué hay un túnel del tiempo invisible que se activa al rozar cierta rama de cierto árbol, porque llegamos a la pulpería y fue como si hubiésemos retrocedido varios siglos. Las pulperías surgieron en Hispanoamérica durante la época colonial y se mantuvieron en pie hasta principios del siglo 20. Eran los establecimientos comerciales típicos de la región: vendían comida, bebidas, carbón, telas, remedios. Eran, además, lugares de encuentro social: allí se reunían los hombres a conversar, a tomar, a jugar a las cartas, a guitarrear, a pelear… La de Campodónico data de 1850 y está ubicada en medio del campo; sigue funcionando, es atendida por sus dueños y tiene el mismo aspecto —probablemente— de siempre. Nosotros decidimos potenciar ese viaje al pasado y jugar un partido de bochas. Fue mi primera vez jugando a las bochas y fue un partido emocionante (jamás pensé que jugar a las bochas podía ser tan divertido). Y cuando, en medio de alguna jugada, entró un gaucho a comprar provisiones, me pregunté si realmente no habríamos viajado a otra realidad…

[singlepic id=6825 w=625 float=center] La entrada a la pulpería

[singlepic id=6826 w=625 float=center] La parte de atrás

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[singlepic id=6835 w=625 float=center] Por dentro

[singlepic id=6818 w=625 float=center] Peti, nuestro árbitro y profesor en el partido de bochas

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[singlepic id=6821 w=625 float=center] Un espectador

[singlepic id=6832 h=625 float=center] Y el puntaje final (¡perdimos!)

Y la tercera experiencia que me llevo del almacén de sueños fue la de caminar por Las Flores, la ciudad de la media hora. No teníamos planeado visitar Las Flores, decidimos ir tras recibir la invitación de una pareja de lectores y nos llevamos una grata sorpresa. Resultó ser un lugar extraordinariamente encantador, con gente muy simpática. Lo que más me llamó la atención fue que a cada paso alguien nos saludaba —espontáneamente— y nos preguntaba de dónde veníamos y cuál era nuestra historia. Por un momento me sentí en Asia, donde por el sólo hecho de ser extranjero uno se convierte en objeto de interés para la gente local. Todos nos hablaban, nos saludaban, nos contaban cosas de la ciudad, compartían historias y anécdotas. Una vez más, tras haber hecho unos poco kilómetros, habíamos cambiado abruptamente de escenario y de realidad. Nuestras mochilas y nuestras miradas nos delataban: era obvio que no éramos de ahí, tal vez por eso todos nos hablaban. O tal vez no. Uno de los chicos que nos invitó nos dijo, más tarde, que las conversaciones callejeras en Las Flores eran algo muy común y duraban “media hora”, y no había que cortarlas porque era de mala educación. ¿Cómo se forma un lugar en donde sus habitantes tienen charlas de media hora con vecinos, conocidos y extraños? ¿Cómo surge esta costumbre? ¿Acaso Las Flores es en realidad el escenario de un cuento de Dolina? ¿O es que todo nos ocurrió por saltar/viajar/soñar de un lado a otro y atravesar algún portal a la dimensión desconocida?

[singlepic id=6809 w=625 float=center] Los vecinos simpáticos de Las Flores

[singlepic id=6816 h=625 float=center] Sus personajes de bares

[singlepic id=6811 h=625 float=center] Sus gatos

[singlepic id=6812 w=625 float=center] Sus fachadas

[singlepic id=6807 h=625 float=center] Sus homenajes (a Maradona)

[singlepic id=6808 h=625 float=center] Su obelisco

[singlepic id=6815 h=625 float=center] Sus carteles

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Me impresiona sentir que cada uno de estos lugares existe cual casillero inamovible de un enorme tablero, un casillero que seguirá estando en la misma posición durante años/siglos, pero que en mi vida será solamente eso: un casillero por el que alguna vez pasé…

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Durante este Crot Trip por Buenos Aires, además de viajar, soñé mucho. Soñé con burbujas hechas de carne y de carbono, soñé que moría el papá de una amiga y que me pedían que le sacara fotos pero yo no quería, soñé que estaba en una librería subterránea y había un terremoto y cuando yo quería salir a la superficie para ver si la gente estaba bien una de las libreras me decía “Ahh no, nosotras no estamos en esa onda”, soñé que filmaba una publicidad con caramelos Sugus, soñé que iba en un barco y Andrés Calamaro se atragantaba con un anillo, soñé que esperaba un ascensor durante media hora para subir solamente un piso, soñé que aparecía en un barco en Brasil y tenía que volver (otra vez) en auto a Buenos Aires, tuve un sueño lúcido en el que me di cuenta de que estaba soñando… Y llegué a la conclusión de que tal vez los viajes son eso: sueños lúcidos, situaciones en las que uno se da cuenta de que está soñando porque nada de lo que está pasando podría ser real… Y al igual que en un sueño, en un viaje lo mejor es dejarse llevar: nunca se sabe en qué lugar, persona o experiencia puede desembocar el camino.