Siempre acabamos llegando a donde nos esperan
(José Saramago)

En el 2009, unos meses después de volver de mi primer gran viaje por América latina, decidí hacer un curso de re-orientación vocacional para ver cómo seguía con mi vida. Tal vez ese curso no era lo que necesitaba, pero buscaba respuestas y esos tests me parecieron el camino a la verdad. Quería saber si podría seguir viajando o si tendría que meterme en una oficina. Cuando le conté a los psicólogos que había viajado durante nueve meses y que quería seguir con ese estilo de vida, uno de ellos me dijo que yo vivía en una nave espacial y que era hora de que bajara a tierra. El comentario no me cayó para nada bien. Otra de las psicólogas me dijo que si quería lograr un cambio en el mundo tenía que hacerlo desde adentro, no podía huir del sistema, sino que tenía que meterme en cada sociedad y generar algo, en vez de sobrevolar y mirar desde lejos. Tampoco me gustó del todo (tengo la bendita manía de odiar que me digan lo que tengo que hacer). Durante nuestra última reunión me escribió un nombre en un papel y me dijo que investigara su historia de vida. El nombre era Carlos Páez Vilaró. Yo estaba tan enojada que llegué a mi casa y no investigué nada. Pasó el tiempo, volví a viajar y me olvidé.

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El año pasado el camino me llevó de vuelta a Punta del Este, ciudad uruguaya a la que había ido por primera y última vez diez años atrás. Y por alguna razón (supongo que porque si uno va a Punta del Este no puede NO ir a Punta Ballena) el camino desembocó en Casapueblo, la casa-museo de Carlos Páez Vilaró. Casi me quedo afuera porque no tenía demasiado presupuesto para la entrada, pero uno de los amigos con los que viajaba me invitó. Caminé por la casa —admirada, desde el principio, por tanto arte— y llegué a un microcine en el que estaban proyectando un documental que contaba la historia que yo no había querido investigar: la historia de Carlos Páez Vilaró, artista y viajero uruguayo. “Su mayor obra es su vida”, decía el locutor. Quedé tan impactada que casi me largo a llorar de emoción. Carlos —quien hoy es un niño de casi noventa años— dedicó su vida a viajar y a utilizar su arte como moneda de intercambio. Llenó cinco continentes de murales y colores, desparramó pedacitos de su alma por cada lugar que pisó. Después de ver ese video, se convirtió en uno de los cinco artistas a los que más admiro y que más me inspiran (junto con Ryszard Kapuściński —por su mirada—, Steve McCurry —por sus colores—, Haruki Murakami —por su cercanía— y Gabriel García Márquez —por su magia—).

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Hace unos meses fui a ver la muestra de Páez Vilaró en el Museo de Tigre y sentí que estaba frente al arte de un niño lleno de curiosidad, asombro y valentía. Escribí un post hablando de él y pensé en cómo me hubiese gustado hacérselo llegar. Pero no lo hice ni lo intenté. Y hoy (ayer, cuando escribí este post), hace pocas horas, para cerrar ese ciclo que se había abierto en el 2009, lo conocí en persona, le di ese post impreso y le regalé un libro (con la dedicatoria más larga de todos los libros que firmé hasta ahora). Escucharlo hablar acerca de su vida, sus viajes y su arte me devolvió el impulso y las ganas de escribir, algo que se me había apagado y que pensé que no iba a recuperar por un tiempo. Así son las cosas: uno conoce a quien tiene que conocer en el momento indicado. Hace cinco años tal vez no estaba preparada para escuchar su historia; anoche, sin saberlo, era lo que necesitaba.

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¿Y cómo fue que llegué por fin a Carlos Páez Vilaró (el real, la persona)? Lo conocí porque me invitaron a un evento de prensa —una degustación del vino “Ciclos”, inspirado en él y su arte— que se hizo en Casa Bengala, su casa de Tigre. ¿Quiénes me invitaron? Las chicas que hacían la prensa del evento. ¿Por qué me invitaron? Porque hace unos meses cubrí, para una revista en la que colaboro, un evento gastronómico en el que también trabajaban ellas (y porque además leen mi blog y les gusta lo que hago, y sin saberlo me hicieron uno de los mejores regalos). ¿Cómo llegué a cubrir aquel evento gastronómico? Porque una vez decidí seguir viajando —por más que me dijeron que estaba loca y que tenía que bajar a tierra— y abrí un blog y una editora lo leyó, le gustó y me pidió que escribiera para su revista. Si nunca me hubiese ido y abierto un blog, hoy no hubiese conocido a Carlos Páez Vilaró, no lo hubiese saludado, no le hubiese agarrado la mano (esa “alcancía de personas”, como le dice él), no le hubiese dado un libro (tampoco hubiese tenido un libro para darle), no le hubiese dicho gracias por compartir tanto arte, no me hubiese sentido tan feliz (y nerviosa) de estar cerca de alguien a quien admiro tanto.

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Durante su charla, Páez Vilaró contó que cuando era chiquilín su mamá le dio una valijita de cartón en la que él guardaba la merienda. Y dijo que, para cerrar el círculo de su vida, le gustaría volver a tener esa valijita y llenarla de temperas, pinceles y colores. Y gracias a él y a sus palabras recordé algo que sé hace tiempo pero que a veces olvido: que todo en la vida son ciclos. No importa lo que pase, mientras el mundo siga girando, el sol saldrá todos los días. Todo tiene principio y fin (un fin que, a su vez, trae nuevos principios). Todos atravesamos inviernos y primaveras una y otra vez. La vida es una rueda: a veces estamos arriba y a veces abajo. Hoy mi rueda está girando hacia su punto de partida, hacia mis raíces analógicas. Tengo necesidad de volver a lo real, de escaparme un poco de este mundo virtual que me parece ruidoso y acelerado, de volver a lo simple y a la lentitud, de volver a aprender cosas que se puedan hacer con las manos y que no impliquen teclados ni pantallas, de reencontrarme con otras artes que me gustan y que tengo abandonadas. Estoy en un momento triste, aceptando que una persona muy importante para mí ya no está en este mundo (aunque la siento muy cerca), aceptando que la muerte es parte del ciclo de la vida, y para asimilar eso mi cabeza me pide silencio. Por eso decidí cerrar los comentarios por un tiempo (largo o corto, no sé, iré viendo cómo me siento). Necesito reencontrarme con el camino, hablar más conmigo, volver a mi ciclo de viajera. Me acostumbré demasiado a Buenos Aires y tengo miedo de haberme olvidado de cómo se viaja. Así que haré de cuenta que tengo insomnio y aprenderé otra vez de cero. Supongo que es como andar en bicicleta: una de esas cosas que salen solas, incluso después de mucho tiempo de no hacerlas.