(Atención: el choclo de texto que verán debajo no quedó así todo junto por error. Es un fluir de conciencia tan largo como la rambla de Mar del Plata. Para aquellos que no quieran leer, las fotos están al final.)

Mientras caminamos por la ciudad, con el mar a la izquierda, pienso. Pienso en cómo, año tras año, esta ciudad se transforma. En verano se llena, en invierno se vacía, en verano se llena, en invierno se vacía. Pienso en cómo las olas van y bien, suben y bajan, aceleran y desaceleran, llegan a la costa y se retraen de vuelta al mar. Pienso en los árboles, en cómo cambian de color, en cómo pierden hojas y ganan flores según la estación del año. Y me digo que todo en esta vida son ciclos. A veces estamos arriba, a veces abajo. A veces nos expresamos hacia afuera, a veces nos retraemos hacia adentro nuestro. Seguimos caminando y frenamos frente a los lobos marinos. Ellos siempre están ahí, inmóviles, petrificados, testigos de todo, ajenos a cualquier cambio. Nos sentamos en las escaleras, cerca de uno de ellos, y enseguida se nos acerca un tipo y nos apunta con su cámara y un flash como de tres metros de altura: “Chicos, ¿una foto?”, No, gracias, “Les saco una enseguidita eh, ¿una panorámica no quieren?”, No no, muchas gracias. Y me pongo a sacar fotos con mi cámara. “¿Seguro no quieren que les saque a los dos? Les saco con tu cámara, una panorámica”. El pobre hombre parece un alma en pena, quedó ahí atrapado como si la temporada de verano siguiera viva. Él y el de los pochoclos. En verano deben ser los reyes de la plaza. En otoño no hay muchos clientes dando vueltas. Nos sentamos un rato en las escaleras y almorzamos con vista gratuita al mar. Yo me como un pedazo de tarta de calabaza y una empanada de queso y verdeo, usando una bandejita de cartón de plato. Comer así en la calle para mí es sinónimo de viaje. Miro el mar, que está ahí nomás, y pienso en que lo lindo de Mar del Plata es saber que, donde quiera que estés de la ciudad, siempre está el mar cerca. No importa si no estás sobre la costa, por lo menos sabés que allá, pasando esos edificios, está el mar. Y esa sensación te tranquiliza, te hace sentir que no importa que haya muchos edificios, porque hay mar. Mientras vos te estás tomando un café, ahí cerca hay uno haciendo surf. Mientras vos estás viajando en colectivo, hay alguien que tira su caña de pescar al mar y cruza los dedos. Y eso es reconfortante. Seguimos caminando por la rambla y frenamos en un sector de juegos para grandes, mejor dicho, de aparatos públicos para hacer gimnasia. Damián se pone a hacer un ejercicio de brazos y un señor que estaba ahí nomás estaciona su bicicleta, se acerca y nos habla. “Sos flaco pero tenés brazos fuertes eh”, le dice con una sonrisa. “¿De dónde son chicos? Ahh Buenos Aires, qué lindo. Bah, no sé si tan lindo. Yo fui hace unas semanas con mi señora, nos íbamos a quedar cinco días, teníamos que hacer un trámite en el consulado español, pero cuando bajamos en Constitución y quisimos tomar un taxi el tipo nos quiso cobrar como cincuenta pesos. Después me enteré que el viaje costaba mucho menos. ¿Sabés cuánto nos cobraron dos cafés con medialunas y un jugo de naranja? No… ochenta pesos. Fuimos a la calle Florida, entramos a un Mandonals y también, una ensaladita nos costó carísima. Al final cambié los pasajes y nos volvimos ese mismo día para acá. ¿Quieren que les saque una foto chicos? Bueno pero pónganse así, con los brazos abiertos, mostrando que están felices de estar acá. Un consejo chicos: privilegien el ahorro, porque pasear es lindo… pero la economía puede destruir la pareja. Yo tengo setenta años y sigo con mi mujer, yo laburé de todo, pero bueno, no los quiero aburrir…”. Se sube a su bicicleta y se va por la rambla, tan sonriente como apareció. Nosotros seguimos caminando, nos dejamos llevar por el fluir de la rambla, por el movimiento del mar. Ahí nomás, a pocos pasos, están jugando al tejo. Pedimos permiso y pasamos a mirar el partido. Van 4 a 8. Vinimos a Mar del Plata el sábado, para el casamiento de una amiga, ahora es lunes y seguimos acá, mirando un partido de tejo en un club de jubilados. No estaba en nuestros planes, pero cualquier excusa es buena para escapar un poco de la locura de Buenos Aires. Una locura cada vez más loca, a mi parecer. Un estrés cada vez mayor. Nos sentamos en una roca y miramos el mar durante un largo rato. Miramos cómo rompen las olas, como un hueco entre las piedras se llena de agua y se vacía, se llena y se vacía. Me llama por teléfono una chica que conozco pero con la que no hablo casi nunca y cuando le digo que estoy en Mar del Plata, me dice que ella es marplatense. Mirá vos. Muchos caminos de mi vida conducen a Mar del Plata. Mi papá vivió en Mar del Plata porque su papá (un abuelo que no conocí) tenía un hotel acá. Yo vine varias veces a Mar del Plata: con mi familia, con algún novio, con amigas, de “viaje de egresados” de la facultad. Hace seis años que no venía. Ya seis años desde que terminé de estudiar. Esta vez me reencontré con Nanu, una amiga que conocí a los quince y que se vino a vivir a Mardel hace siete años. No nos veíamos hace seis, pero era como si nos hubiésemos visto ayer. Algo que me pasa cada vez más seguido. Seguimos caminando por la rambla. De a ratos se nubla, está fresquito, como para campera. Hay viento, pero es viento de mar, viento salado, viento que salpica, un viento lindo. El mar, de a ratos, parece tener manchas celestes, pero es el sol el que genera ese efecto. El mar tiene color a mar de la costa argentina. Color a Mar del Plata. Y mientras caminamos yo sigo pensando. ¿Existiría la meditación-caminata? Porque a mí no hay nada que me haga meditar más que caminar, y si es al lado del mar mejor. Camino y pienso en que hace un tiempito, probablemente desde que empecé a escribir el libro, me está costando escribir el blog. No por falta de ideas (o tal vez sí), sino porque estoy escribiendo tanto (para mi libro, para revistas, para mí, para un taller de escritura) que siento que cuando llega el momento de escribir acá, ya no me quedan palabras disponibles. Pero pienso en que todo en esta vida son ciclos y que tal vez ahora estoy alejada del blog porque estoy cerca del libro y que todo a la vez no se puede. Cuando termine el libro y vuelva a viajar largo retomaré el contacto con mi blog. Porque no es que no lo quiera sino que, pobre, lo estoy dejando un poco de lado en este momento. Está por tener un hermanito y se siente solo. La madre se borró. Y él está viviendo su otoño, el otoño del blog, se le están cayendo las hojitas de a poco, sabe que se le viene el invierno y está preparando la bufanda y los guantes. Ya cumplió tres años y eso, en años-blog, es como cumplir doce. Está por entrar en la edad del pavo y se siente raro. El libro, mientras tanto, se está poniendo los anteojos de sol, está preparando las sandalias, está floreciendo. Pero decido no forzar las cosas, decido volver al blog cuando me surja, como hoy, porque todo en esta vida son ciclos y hay un camino natural para cada cosa. Me lo demuestra el mar, a mi izquierda, con su ir y venir y me lo demuestra Mar del Plata, que ahora está vacía, pero que apenas vuelva a estar veraniega recibirá a cientos de miles de visitantes y sus calles volverán a llenarse de ruidos, de movimientos, de voces y de historias de gente de todas partes del país y, tal vez, del mundo. Pero, mientras tanto, ella disfruta de su soledad.

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[singlepic id=7164 w=625 float=center] “Pónganse así chicos, muestren que están felices de estar acá”