Hoy me acordé del día que estudié el apartheid en la facultad. Fue en una clase de Historia, aunque aquel régimen había terminado hacía demasiado poco como para ser catalogado de “histórico”. Recuerdo que escuchaba las frases de la profesora con horror: “… blancos y negros no podían viajar en los mismos transportes ni vivir en los mismos barrios…”, “los negros no podían votar, no eran considerados ciudadanos sudafricanos”, “vivían en las peores condiciones y necesitaban pases o pasaportes para entrar a ciertas ciudades del país”… ¿Cómo era posible que el ser humano discriminara a los de su especie por algo tan superficial como el color de la piel? ¿Cómo era posible que esa segregación racista hubiese llegado a ser legal? ¿Cómo podía algo tan malo, tan tan malo, regular la vida de toda una sociedad? ¿A quién se le había ocurrido que “blanco era bueno” y “negro era malo”? ¿Cómo podía ser que se tratara a una raza como “inferior” y a otra como “superior”? No me entraba en la cabeza y, sin embargo, en algún lugar del mundo había ocurrido.

[singlepic id=7083 w=625 float=center]

A medida que fui creciendo —y que fui tomando conciencia de lo que ocurría en el planeta— me enteré de que existían atrocidades como las guerras, los genocidios, la tortura y la esclavitud y dentro mío se instaló un sentimiento de tristeza, rabia e impotencia que nunca más me abandonó. Escuchaba y leía acerca de esas cosas y sentía indignación por el comportamiento humano, impotencia por querer hacer algo para cambiar el mundo y no saber qué, odio hacia los que impulsaban pensamientos y acciones así y tristeza por un mundo que descubría tan lindo y tan horrible a la vez. No podía entender la necesidad de las guerras, no podía entender la discriminación, no podía entender cómo a un loco se le ocurría matar a cierto tipo de personas por la razón que fuere y arrasaba con una población entera como si nada. No podía y aún no puedo entenderlo. Es algo que me genera muchísima angustia y que nunca voy a poder aceptar. Hay cosas de este mundo que, de tan crueles, directamente me parecen absurdas. ¿Qué necesidad tiene el hombre de hacer estas cosas? 

[singlepic id=7108 w=625 float=center]

[singlepic id=7071 w=625 float=center]

Por eso desde que llegué a Sudáfrica soy un manojo de emociones. En realidad soy así desde siempre y más desde que empecé a viajar y a ver todo lo bello y lo feo de este mundo, pero acá en Sudáfrica las emociones, de todo tipo, se me cruzaron. No sé cómo voy a hacer para traducir todo lo que me pasa por dentro, todos los estados que atravieso, a palabras. ¿Cómo convertir las emociones, esas sensaciones tan personales e intangibles, en algo tan acabado y racional como las palabras? ¿Cómo trasladar esta mezcla de sensaciones al papel? África me genera de todo. Y cuando digo “de todo” es, literalmente, de todo. No sé ni por dónde empezar. La procesión siempre me va por dentro, pero a veces necesito sacarla a respirar. Por eso escribo esta reflexión que ni sé en qué conclusión va a terminar (si es que va a tener conclusión). Pero necesito escribirla.

[singlepic id=7116 w=625 float=center] Primeras imágenes de Soweto

Después del safari de bienvenida nos fuimos a pasar dos días a Johannesburgo, la ciudad más grande de Sudáfrica. En el camino hicimos una parada en la Cuna de la Humanidad: un complejo de cuevas en el que se encontraron los restos fósiles de los seres humanos más antiguos del planeta (la “Señora Ples”, por ejemplo, vivió hace 2.3 millones de años y “Pie Pequeño” hace 3.3 millones). Hoy las cuevas son un centro arqueológico y turístico de Sudáfrica y caminar por ahí adentro es una experiencia bastante rara. Es rara porque ahí empezó todo. Todo mi mundo, todo lo que tengo hoy, todo lo que somos hoy, nació ahí, acá. La semilla humana fue plantada acá mismo, en este continente. Y mientras nosotros, un grupo de extranjeros “modernos”, caminábamos por un lugar con más de 3 millones de años de historia y veíamos todo con la visión de personas que llegaron 3 millones de años después, yo me preguntaba: ¿Se imaginaría el hombre de las cavernas que algún día alguien igual pero distinto a él caminaría por su casa? ¿Por dónde caminará el hombre dentro de 3 millones de años? ¿Habrá hombre? ¿Tendrá por dónde caminar? ¿Habrá mundo para aquel entonces? ¿O lo habremos destruido del todo?

[singlepic id=7082 w=625 float=center]

Seguimos rumbo a Joburg (así le dicen a Johannesburgo) con música africana de fondo y un paisaje verde en cada ventana de la combi. El conductor de la radio dijo, en algún momento del programa, una frase de la que solamente escuché esto: “…we are here in this beautiful planet called Earth, a beautiful place to live in…” y por primera vez sentí que alguien en la radio me hablaba a mí, a todos, a todo el planeta, sin importar dónde hubiésemos nacido. A medida que nos acercábamos a la ciudad comencé a ver algo que imaginé que iba a encontrar en África: vida callejera. Al costado de la ruta había puestos de venta de comida, hair salons, gente caminando, vendiendo, esperando, charlando, compartiendo… Muy Asia, me dije. No puedo evitar la comparación, aunque sean lugares completamente distintos.

[singlepic id=7084 w=625 float=center]

[singlepic id=7100 w=625 float=center]

[singlepic id=7101 w=625 float=center]

[singlepic id=7110 w=625 float=center]

Estuvimos en Johannesburgo dos días y yo me prometí volver, aunque no a la ciudad en sí sino a Soweto, las “South Western Townships” de Joburg. Soweto es un área urbana ubicada a 24 km de Johannesburgo, en las afueras de la ciudad; tiene entre 3 y 4 millones de habitantes y es lo que en Sudáfrica se conoce como township: una zona de viviendas que entre fines del siglo 19 y finales del apartheid (1991) estuvo reservada exclusivamente para los “no-blancos”. Como los negros, los “coloureds” (gente de color, descendientes de padres mezclados, de los que hablaré en otro post) y los indios no podían vivir en los mismos barrios que los blancos, el gobierno los forzó a dejar sus casas y mudarse a las townships (que, a su vez, estaban separadas por grupos étnicos no-blancos). Soweto, en particular, fue construida por el gobierno en 1948 para alojar a la creciente población negra de Johannesburgo, pero las condiciones eran muy precarias: los habitantes vivían hacinados, las escuelas eran deficientes, los profesores no tenían estudios universitarios, no había agua potable ni electricidad en las casas.

[singlepic id=7075 w=625 float=center] Imágenes de Soweto hoy

[singlepic id=7076 w=625 float=center]

[singlepic id=7077 w=625 float=center]

[singlepic id=7103 w=625 float=center]

[singlepic id=7106 w=625 float=center] Hay todo tipo de construcciones…

[singlepic id=7114 w=625 float=center]

Soweto se hizo mundialmente conocida en junio de 1976, cuando ocurrió uno de los incidentes más tristes de la historia de Sudáfrica. El 6 de junio de 1976, unos 20.000 estudiantes de los colegios secundarios de Soweto salieron a la calle a protestar contra una de las últimas medidas del gobierno blanco. Los estudiantes negros no querían recibir su educación en afrikáans, el idioma de los afrikaneres o boeres (los sudafricanos blancos descendientes de los primeros colonos holandeses que llegaron a la zona, accedieron al poder y establecieron las leyes segregacionistas del apartheid), sino en sus propias lenguas africanas. Pero lo que empezó como una marcha pacífica se convirtió en una masacre: la policía ingresó a las calles de Soweto y mató a más de 500 estudiantes. El primero en morir fue Hector Pieterson, un estudiante de 13 años que se convirtió en un símbolo de la resistencia anti-apartheid. Uno de los museos más importantes tiene su nombre y resume la historia y la caída del régimen. Soweto fue uno de los principales motores de la resistencia anti-apartheid y en una de sus casas vivió, además, Nelson Mandela, uno de los hombres que más bien le hizo a este mundo. Mandela, en resumen, luchó contra el apartheid, sobrevivió a una encarcelación de 27 años, fue el primer presidente democráticamente electo de Sudáfrica (1994-1999), recibió el Premio Nobel de la Paz y fue el responsable de la reconciliación de Sudáfrica. Cuando llegó a la presidencia instó a su pueblo a no sentir rencor, a reconciliarse por el bien de sus hijos y del futuro del país.

[singlepic id=7109 w=625 float=center]

[singlepic id=7079 w=625 float=center]

[singlepic id=7080 w=625 float=center] La casa de Mandela en Soweto (hoy es un museo)

[singlepic id=7072 w=625 float=center]

[singlepic id=7073 w=625 float=center]

Llegué a Soweto llena de preguntas. ¿Seguiría siendo un barrio solamente de negros? ¿Sería peligroso para un turista blanco entrar ahí? ¿Cómo nos miraría la gente? ¿Les molestaría vernos caminar y sacar fotos? ¿Nos tratarían mal? ¿Tendrían rencor ante nosotros por el color de nuestra piel? Si bien no creo en las diferencias raciales sigo siendo una mujer occidental blanca, y para muchos mi aspecto puede generar prejuicios: “es blanca, seguro que es así o asá”. ¿Me mirarían con odio? ¿Lograría entablar algún tipo de conexión con la gente? ¿O la cercanía temporal del apartheid seguiría manteniendo una separación informal entre personas de distinto color? ¿Podría comunicarme de persona a persona o siempre seguiría siendo, para ellos, “una blanca”?

[singlepic id=7074 w=625 float=center]

[singlepic id=7086 w=625 float=center] Fragmentos de la nueva constitución sudafricana

[singlepic id=7087 w=625 float=center]

[singlepic id=7118 w=625 float=center]

Recorrimos Soweto de maneras que no me esperaba. Caminamos un rato por una de las calles principales —la más turística— pero no vimos nada más allá de mercados y restaurantes puestos para los turistas y chicos que nos cantaban canciones a cambio de algunas monedas. Apenas nos desviamos por una callecita pudimos encontrarnos con un ambiente un poco más auténtico e interactuar, aunque sea mínimamente, con la gente. Yo llevaba la cámara colgando y varios me pidieron que les sacara una foto. Otros nos saludaron. Otros no nos dieron demasiada importancia. Yo solamente pensaba en las ganas que tenía de hacer Couchsurfing ahí, de dormir en una de esas casas, de compartir comida e historias con esa gente, de jugar con todos los chicos que veía sentados en las veredas. Al día siguiente recorrimos Soweto en cuatriciclo, otra experiencia rara. Ahí íbamos nosotros, los turistas, en cinco cuatriciclos en medio de las calles de tierra, en medio de la rutina de los habitantes de Soweto. Mirábamos la vida desde la velocidad de nuestro vehículo y yo temía que nos devolvieran miradas con bronca, que les molestara que estuviéramos ahí. Pero no. La reacción de la gente —especialmente de los niños— me sorprendió y me conmovió.

[singlepic id=7111 w=625 float=center]

[singlepic id=7104 w=625 float=center]

[singlepic id=7093 w=625 float=center]

[singlepic id=7078 h=625 float=center] “Take my picture!”

[singlepic id=7088 w=625 float=center]

Nene que nos cruzábamos, nene que nos saludaba emocionadísimo con las dos manos al grito de “hello, hello!”. Los más chiquitos incluso nos tiraban besos (¡besos!). Algunos querían darnos la mano. Todos, grandes y chicos, nos miraban pasar y nos sonreían, sonrisas cálidas y sinceras. Nosotros les devolvíamos el saludo y la sonrisa. Yo, más que andar en cuatriciclo, quería bajarme y caminar, tomarme mi tiempo, entablar alguna conversación… Y en un momento del “tour” tuvimos suerte: uno de los cuatriciclos se rompió y tuvimos que parar obligatoriamente al lado de una cancha de fútbol. De la nada aparecieron unos quince chicos de entre 3 y 9 años y nos empezaron a mirar con curiosidad. Me acerqué a ellos y los saludé; les pregunté cómo se llamaban y cuántos años tenían. Me respondían con timidez, pero me respondían. Les regalé dos bananas que tenía en la mochila y le dije que eran para todos, que las compartieran. Uno de los nenes las agarró, las cortó en pedacitos y los fue repartiendo entre todos. Cuando saqué la cámara se empezaron a reír. Les pregunté si podía sacarles fotos y me dijeron que sí. Al principio posaron con un poco de vergüenza, pero cuando les mostré la pantalla con las fotos se soltaron. Durante los veinte minutos que estuvimos ahí se fueron turnando para que les sacara fotos de a uno. Cuando nos fuimos me dijeron gracias, me saludaron con la mano y me regalaron más sonrisas. Y yo casi muero de amor. Había sido mi primer contacto directo con nenes africanos y ya sentía que quería llevármelos a todos. Lo que más me conmovió de la situación, de todos estos días, fue que nos recibieran con tanto amor. Después de todo lo que habían vivido sus padres, ellos (ni los chicos ni los grandes) no nos recibían con bronca ni con rencor (como pensé que pasaría). Nos recibían con amor. Con el tipo de amor que permite que el mundo pueda seguir girando a pesar de todo.

[singlepic id=7089 w=625 float=center]

[singlepic id=7090 w=625 float=center]

[singlepic id=7091 h=625 float=center]

[singlepic id=7094 h=625 float=center]

[singlepic id=7095 h=625 float=center]

[singlepic id=7096 h=625 float=center]

Unos días después, en Durban (otra ciudad que visitamos), pasó algo que para mí resume un poco esta mezcla de emociones que siento. Fuimos a cenar a un restaurante/bar “de moda” ubicado en una de las township de la ciudad. Yo esperaba encontrarme con un lugar comunitario, creí que íbamos a comer con la misma gente de la township, pero no. El lugar estaba enclavado ahí pero no tenía nada que ver con los alrededores. Era el bar de moda y punto. Tenía un tipo en la puerta que decidía quién entraba y quién no y la música estaba a todo volumen, inundando la tranquilidad de los barrios. Nos sentamos en el segundo piso a comer y yo me fui un rato a mirar la vista desde un balcón. Abajo, a pocos metros, estaban las casas. Yo sentía algo que me ponía mal, sentía que nuestra presencia era una burla hacia la gente que vivía allá abajo, como un “hola, miren como comemos y nos divertimos mientras ustedes están ahí abajo con, tal vez, poco o nada para comer”. A la vez veía que la gente de la township estaba reunida afuera, charlando sentada en las puertas de las casas, y sentía unas tremendas ganas de salir del bar e irme a compartir un rato de su vida con ellos. En uno de los patios de las casas de abajo jugaba, sola, una nenita negra vestida de rosa. Debía tener unos 4 o 5 años. Yo la miraba, apoyada contra la baranda del balcón, hasta que miró hacia arriba y me vio. La saludé con la mano y le sonreí. Me devolvió el saludo con una sonrisa enorme, con tanta efusividad y tantas veces que la madre salió a ver qué hacía. Cuando la mujer miró hacia arriba y me vio, hizo lo mismo: me sonrió, una sonrisa inmensa, y me saludó efusivamente con la mano. Durante unos segundos, tal vez un minuto, nos miramos, nos sonreímos y nos saludamos. Yo, una extranjera, desde la terraza del bar de moda, ellas, madre e hija sudafricana, desde el patio de su casa. Estábamos muy cerca y muy lejos a la vez.

[singlepic id=7125 w=625 float=center]

[singlepic id=7126 w=625 float=center]

En ese momento me dieron ganas de llorar: de tristeza, de emoción, de alegría. Y en ese momento me di cuenta de que son estas sonrisas espontáneas —este intercambio de amor que todos los seres humanos somos capaces de hacer y de ofrecer en cualquier lugar del mundo, sin importar el lenguaje, la raza ni la nacionalidad— las que hacen que nos reconozcamos como humanos, más allá de nuestras diferencias, y podamos, de a poquito, ir arreglando este mundo juntos.

[singlepic id=7112 w=625 float=center]

[singlepic id=7124 w=625 float=center]