Hacer dedo es como tirar los dados.
(Juan Villarino, santo patrono de los autoestopistas.
Adaptación de un comentario dicho por él en alguna charla)

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—¿Y qué plan de viaje tienen, chicos?

—No tenemos una ruta muy definida. Queremos ver algo de Sudamérica, cruzar a Europa cuando sea primavera allá (marzo, abril) (si se puede en barco, mejor) y llegar a Asia por tierra. Nos encantaría ir hasta Oceanía y volver por el otro lado, pero no sabemos… No tenemos fecha de vuelta ni rumbo fijo, así que iremos viendo a medida que avanzamos.

Esta debe ser la pregunta que más se repite durante un viaje: “¿Y cuál es tu plan?”. Nos obsesiona saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, qué ruta tenemos armada, qué queremos conocer. A mí me encanta planear, pero en otro sentido: planear como los pájaros, dejarme llevar por el viento, por las corrientes de aire, por el camino. Es curioso cómo una palabra que usamos tanto tiene significados tan distintos, casi opuestos.

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Lo cierto es que, como le decimos a todos los que nos preguntan, salimos de Buenos Aires sin rumbo definido. Decidimos dejar que el camino y sus representantes (a saber: camioneros, gente que nos levanta en su auto, gente que nos invita a sus casas, gente que nos cruzamos en la calle) nos lleven a donde quieran. Hoy, por ejemplo, salí a caminar por Santiago de Chile sin mapa (no conseguí ninguno) y, gracias a ese sin rumbo, llegué a rincones inesperados. Y a la vez hoy llegué a esos rincones porque hace unas semanas salimos de Buenos Aires y nos pusimos a disposición de la ruta y sus caprichos. Así logramos, por ejemplo, viajar de Buenos Aires a Santiago sin tomarnos un solo bus.

[singlepic id=7442 w=700 float=center] El primer lugar que visitamos de Mendoza fue San Rafael

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[singlepic id=7443 w=700 float=center] Ahí nos dedicamos a caminar,

[singlepic id=7445 w=700 float=center] buscamos dibujos en los árboles,

[singlepic id=7446 w=700 float=center] hicimos burbujas gigantes,

[singlepic id=7450 w=700 float=center] fuimos al río,

[singlepic id=7452 w=700 float=center] y a sus cafés.

Después de pasar unos lindísimos días en Mendoza (ciudad y provincia), nos pusimos como meta cruzar la Cordillera en cualquier vehículo que nos frenara y llegar a la capital chilena en el mismo día. Habíamos tenido buena racha: de San Nicolás a Villa Mercedes (San Luis) dedo directo en camión (fueron 10 horas con muchas historias de por medio y una frase para enmarcar: “La ruta es lo más lindo que hay”); de Villa Mercedes a San Rafael (Mendoza), en el auto de un mendocino que conocimos en Villa Mercedes; de San Rafael a Mendoza ciudad, en un auto de concesionaria (el contador de kilómetros ni había empezado a girar, cuando nos subimos el conductor le sacó los plásticos protectores al asiento y cuando nos dejó en la ciudad nos dijo: “Muchas gracias por la compañía”. Gracias a vos). Así que nos teníamos fe, aunque cada vez que uno se para al costado de la ruta pasan cosas distintas.

[singlepic id=7457 w=700 float=center] Algunos pedacitos de Mendoza

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[singlepic id=7464 h=700 float=center] Adivine usted cuál es la parte más tocada de esta escultura

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Tomamos un colectivo de la terminal de Mendoza hasta la YPF Mercosur y nos paramos ahí, en la salida de la última estación de servicio antes de ruta 7 (una de las rutas que atraviesa la Cordillera). Pasaron tres horas y no frenó nadie. Bah, sí, frenaron varios, pero a) iban para otro lado, b) eran chilenos que tenían ganas de llevarnos pero no tenían lugar, c) eran chilenos que querían llevarnos pero no se animaban a cruzar la frontera con nosotros, d) eran parejas que no se ponían de acuerdo (él quiso llevarnos y ella votó negativo). Entre el sol del mediodía y mi mal humor (llega un punto en el que hacer dedo me cansa mucho) frenó Miguel, un mendocino que estrenaba auto, y ofreció dejarnos en Uspallata, a mitad de camino entre Mendoza y la frontera. Nos subimos.

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[singlepic id=7481 w=700 float=center] Imágenes de Uspallata

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En el camino surgieron los temas de conversación que siempre aparecen cuando nos subimos a un auto (no sé si es casualidad o es que hay un acuerdo generalizado de hablar de estas cosas): el sentido de la vida y la felicidad. Bajamos en Uspallata y nos dijeron que lo mejor era caminar dos kilómetros hasta el puesto de Gendarmería y hacerle dedo a los camiones que salían de esa aduana, así que ahí fuimos, con mochilas y mucho sol, y volvimos a pararnos en la ruta.

[singlepic id=7490 w=700 float=center] Acá nos dejaron. De ahí caminamos 2 km por la ruta.

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Después de 30 minutos frenó un camión y nos levantó Manuel, un chileno a quien apodé “el camionero cumbiero”. Fuimos todo el viaje escuchando música a todo volumen, cantando y aplaudiendo al ritmo de un cumbia mix que incluía grandes éxitos peruanos, Wachiturros y hits argentinos de los noventa como un-dos-tres-todosparabajo-un-dos-tres-todospararriba. Cuando agarramos el camino de los caracoles (las curvas y contracurvas de las montañas), Manuel nos dijo: “Esta es la segunda vez que hago este camino… la primera fue la semana pasada y fui to’ cagao”, y al ver nuestras caras: “No, mentira, hace ocho años que lo hago”.

[singlepic id=7469 w=700 float=center] Ejemplo de un camino de caracoles.

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Atravesamos el túnel por medio de la cordillera y cuando vimos el cartel que anunciaba que estábamos dejando Argentina e ingresando a Chile, Manuel tocó la bocina y nosotros aplaudimos contentos. Chile prometía.

Llegamos a la frontera y Manuel nos dejó ahí: “Pucha chiquillos, qué pena, yo por mí con gusto los llevaría más abajo, pero si estaciono el camión aquí me van a sacar a tiros”. Él ya había hecho los trámites de aduana en el puesto exclusivo para camiones (donde nos levantó), así que nos despedimos y quedamos solos en medio de las montañas nevadas, a 3100 metros de altura, en plena Cordillera de los Andes. Entramos al puesto de migraciones. ¿Sería fácil hacer el cruce a pie? Alguien nos había contado que había intentado cruzar una frontera caminando y no lo habían dejado. La rueda mágica seguía girando: nuestro día podía terminar tanto en Santiago como deportados de vuelta a Uspallata por no tener transporte propio.

[singlepic id=7494 w=700 float=center] Vista desde la frontera

Nos dijeron que teníamos que pedir el permiso de “cruce a pie”, así que lo solicitamos y nos dejaron pasar. Los trámites fueron rápidos: por suerte llegamos en un momento en el que casi no había colectivos turísticos, así que ni siquiera tuvimos que hacer fila. Pasamos las mochilas por el scanner y salimos del edificio. Ya estábamos en Chile (alegría: nuestro primer cruce de frontera), pero el desafío seguía: eran las 7 de la tarde y todavía nos faltaban 147 km para llegar a Santiago.

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Los gendarmes nos indicaron dónde pararnos para hacer dedo (“al lado del cartel verde”), así que nos abrigamos, cruzamos los dedos y nos pusimos ahí. La frontera cerraba a las 8 y se venía la noche. Menos de quince minutos después frenaron Emiliano y Agostina, una pareja mendocina. Nos preguntaron a dónde íbamos y les dijimos: “A Santiago, pero aunque no vayan para allá, sáquennos de la frontera”. Ellos iban a Reñaca, un poblado al lado de Viña del Mar, por otra ruta, pero ofrecieron llevarnos hasta la intersección de la ruta que iba a Santiago para que pudiéramos hacer dedo ahí. Pero resulta que durante el viaje nos pusimos a charlar muy entusiasmados (de Asia, de hacer dedo, de vivir la vida, de buscar lo que a uno le hace feliz) y se hizo de noche, así que nos invitaron a quedarnos con ellos en Reñaca y llevarnos a Santiago a la mañana siguiente, ya que ellos también iban para allá.

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Así que sin haberlo planeado ni imaginado, nos fuimos a dormir frente al mar, con el ruido de las olas de fondo y ese aire húmedo y pegajoso tan típico de los pueblos costeros. Y ahí me dije: cuando hacés dedo, siempre te levanta el que te tenía que levantar. Por eso lo mejor es dejar los planes fijos de lado, abrir las alas, cerrar los ojos, entregarse al viento y volar.