“Cuando dejás de usar la vista se te abren otros sentidos, empezás a sentir el mundo de otra manera”, nos dice mi tía Ana en alguna de las tantas charlas que compartimos durante nuestra visita de cuatro días en su casa de Traslasierra (provincia de Córdoba). Damián acaba de contarle acerca de uno de los momentos más felices y emotivos de su vida de burbujero: cuando le hizo burbujas a un nene ciego.

[singlepic id=6216 w=625 float=center] Damián haciendo burbujas frente a una escuelita rural de El Huaico

“Estaba haciendo burbujas en una feria callejera de San Fernando cuando Milagros, una nena de 7 años, se acercó con Gabriel, su hermanito de 5 años, ciego de nacimiento. Había otros nenes alrededor mío, saltando y reventando burbujas; Gabriel se me acercó, sin soltarle la mano a su hermana, y me dijo que quería hacer burbujas. Lo ayudé e hicimos burbujas juntos, con el burbujero, pero yo notaba que él no percibía las burbujas porque insistía en tocar la cadena. Entonces tuve una idea: como sus manos ya estaban un poco mojadas de tocar la cadena, se las mojé del todo con el líquido de las burbujas, le pedí que las pusiera juntas, con las palmas hacia arriba, y comencé a hacerle burbujas con mis manos sobre las suyas. Cada vez que él tenía una burbuja “agarrada” en sus manos, movía los dedos, acercaba y alejaba las palmas, las estiraba, jugaba, sentía las burbujas a través del tacto. Y cada vez que una se explotaba sonreía y me decía: ¡Ahí se reventó! En su rostro se notaba la concentración que ponía mientras percibía las burbujas en sus manos… Ese momento con Gabriel me hizo darme cuenta de que hay situaciones en nuestra vida que nos obligan a cambiar la perspectiva y percibir el mundo y lo cotidiano de nuevas formas… Fue un gran momento ya que pude acercarle un mundo mágico a alguien que tiene otra realidad totalmente diferente a la mía.”

[singlepic id=6192 w=625 float=center] Nena haciendo burbujas en la feria de Las Rosas

En ese momento, cuando Damián termina de contar la historia y hablamos acerca de la visión, me doy cuenta que desde que llegué al Sapo Amarillo (la casa de mis tíos en El Huaico) los sentidos se me abrieron otra vez, de golpe, como si hubiesen estado dormidos —o relegados a la “primacía” de la vista— durante mucho tiempo. En ese instante me pongo un pañuelo invisible sobre los ojos, dejo de depender de la visión y empiezo a escuchar todo lo que ocurre a mi alrededor. Escucho el canto constante de los pájaros, las ramas de los árboles que se bambolean por el viento, el maullido de los gatos cada vez que salgo de la casa y el ronroneo cuando los acaricio, el agua del arroyo que corre sin parar, los crujidos que hace la madera cuando subo la escalera, la música que hacen las campanas de viento cada vez que me las choco al entrar al pasillo, las gotitas de lluvia que chocan contra la ventana, el gato que golpea la puerta con la pata demandando que lo dejen entrar, el silencio ensordecedor de la noche interrumpido de vez en cuando por algún sapito. Y me doy cuenta de que estoy escuchando a la naturaleza otra vez. La ciudad no me permitía sentirla, allá los ruidos son otros: de colectivos, de manifestaciones, de gritos, de pasos acelerados, de subtes que llegan y se van, de bocinas, de murmullos, de conversaciones en cafés, de timbres, de ascensores que llegan a destino, de preguntas que nadie responde…

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[singlepic id=6198 w=625 float=center] Las campanas de viento

[singlepic id=6199 w=625 float=center] Un cuadro de mi abuelo (fue un gran artista) al lado de la escalera

[singlepic id=6203 h=625 float=center] Los gatos pidiendo entrar

[singlepic id=6220 w=625 float=center] El arroyito (y el sapito)

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Me siento inundada de sonidos, estoy siendo atravesada por ruidos que no escuchaba hacía mucho tiempo y ahora entiendo cuánta falta me hacían. De repente, también, empiezo a oler. Abro la ventana y el cuarto se me llena de flores. Camino a la cocina y ya siento el aroma del café preparándose, el olor inconfundible de las medialunas sobre el fuego, el intrigante dulce de zapallo que me espera dentro de su frasco. Me hago un té y siento cómo la manzanilla y la marcela flotan en el aire. Salgo al jardín y los jazmines me envuelven, me abrazan con su perfume. En la feria callejera huelo el jabón artesanal, los quesos, el chocolate. Huelo muchísimas plantas y flores que no logro reconocer: nunca me enseñaron de olores en el colegio. Y los olores son el sentido más poderoso: un olor es capaz de transportarnos inmediatamente al pasado, a un recuerdo, a un momento vivido, a una persona, a la infancia. ¿Por qué no nos enseñan a reconocer olores en el colegio?

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Aparece también el tacto: empiezo a sentir todo lo que me rodea con las manos, con los pies. Acaricio las hojas de los árboles, paso horas haciéndole mimos a los gatos (y descubro cuál es el más suave de los tres), meto los pies en el agua fría de los arroyos, corto la lechuga con las manos, lavo y seco los tomates, dejo que mis dedos se deslicen por la puerta de pinotea, recorro el globo terráqueo con las yemas de los dedos, abrazo y soy abrazada, agarro piedras y las tiro al agua haciendo sapito, camino descalza por el pasto, siento el hocico mojado de los gatos contra mis pies, acaricio el pelo del caballo, dejo que la birome patine sobre mi cuaderno (qué suaves que son las hojas de mi cuaderno…). Y el gusto se hace más presente que nunca: las ensaladas de verduras orgánicas tienen los sabores mucho más intensos, los alfajores artesanales se convierten en una adicción, las empanadas de calabaza y masala me transportan a Asia, el chapati de verduras con pasta de garbanzo me hace suspirar…

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Si bien sigo sacando fotos y usando mis ojos para observar lo que me rodea, durante mis días en Traslasierra también escucho, huelo, siento, saboreo… La naturaleza se expresa, me envuelve y me habla: no solamente me habla a través de sus sonidos, sino también a través de aquellos que la eligieron y viven en ella. Durante estos pocos días conozco a muchísimas personas que dejaron la ciudad (Buenos Aires, Córdoba, Barcelona, Roma) para irse a vivir a Traslasierra, y me pregunto: ¿qué hago yo en Buenos Aires? ¿Por qué no tengo una ventana que de al verde, en vez de una que da al gris? ¿Por qué tengo que seguir viviendo en un lugar que no me hace feliz? Quisiera que los días en El Huaico no se terminen, pero tenemos que volver, nos espera otro viaje a dedo y después, a mí, otro viaje a Europa. Vuelvo con otros puntos de vista, con otras perspectivas, con charlas y recuerdos, con sonidos, olores, sabores y texturas. Córdoba fue un bálsamo, un remanso, un oasis verde…

Y el Sapo Amarillo fue mi terapia.

[singlepic id=6187 w=625 float=center] Una de las casas del Sapo Amarillo

[singlepic id=6201 w=625 float=center] La otra casa, en la que nos quedamos con mis tíos

 [singlepic id=6207 w=625 float=center] Gran parte de la terapia fueron los gatos…

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[singlepic id=6218 h=625 float=center] los arroyos

[singlepic id=6219 w=625 float=center] … y las sierras

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[box border=”full”] El Sapo Amarillo está ubicado en El Huaico, Traslasierra (Provincia de Córdoba) y está disponible para alquilar durante todo el año. Se los recomiendo muchísimo. Pueden comunicarse con mi tíos a través de su blog: sapoamarillo.blogspot.com.ar [/box]

Hice un videíto, estoy empezando con esto así que tengan piedad (la próxima me llevo el trípode, lo prometo). Lo que me interesa de este video es que escuchen los sonidos…