Hay algo que ocurre entre el viajero y cada ciudad a la que llega. Existe un momento —a veces efímero, a veces perdurable, a veces paradójicamente inexistente— en el que el ritmo vital de ambos —opuesto, distinto, desincronizado por naturaleza— se funde, se combina en un mismo fluir. El viajero —extraño— pasa a formar parte de esa nueva realidad —extraña—, se sumerge tanto en lo que sucede a su alrededor que se convierte en un elemento más del paisaje. Y, cuando eso ocurre, el viajero experimenta eso que tanto ansía cada vez que entra en contacto con una cultura nueva: la autenticidad.

[singlepic id=3842 h=800 float=center] Tomando el té con Nourdin, el dueño de la pensión donde nos alojamos

[singlepic id=3832 w=800 float=center] Me hice amiga de una nenita en la calle y, cuando me dio un beso en el cachete, me dieron ganas de secuestrarla y llevármela en la mochila por el mundo.

[singlepic id=3921 w=800 float=center] Una de las tantas fotos que le saqué.

[singlepic id=3847 w=800 float=center] Un grupo de chicos que se divirtió posando para nuestras cámaras.

Todo empezó cuando nos sentamos a descansar en un banquito a unas diez cuadras de la estación de buses de Tetouan y se nos acercó un tal Mohammed —aprovecho para comentarles que está estadísticamente comprobado que Mohammed es el nombre más común del mundo— para ofrecernos lo de siempre: alojamiento, comida, tours, kif o todo lo anterior combinado. Nos habíamos tomado el bus local de Tanger a Tetouan (a una hora de distancia) y habíamos llegado a una ciudad de la que sabíamos muy poco: que tenía una mezcla arquitectónica árabe y andaluza, que era poco turística y que tenía una de las medinas (cascos históricos o ciudades árabes antiguas) mejor preservadas de Marruecos.

Mohammed nos ofreció galletitas y nos hizo el cuestionamiento de siempre (De dónde son, De qué parte de Argentina, Hace cuánto están en Marruecos, Primera vez que vienen a Tetouan), seguido del clásico: “Mi abuela tiene una pensión en la medina. Muy limpia, muy barata. Los llevo. 100 dirham por los dos”. Le dijimos que si nos la dejaba por 40 dirham (€ 4) cada uno iríamos, pero no dio el brazo a torcer. Nos propuso que si nos quedábamos ahí, “en lo de su abuela” (a la cual jamás vimos ni en figuritas), él nos haría un pequeño tour por la medina más tarde completamente gratis (subrayo lo de “gratis” porque fue algo que repitió varias veces). Como no teníamos alojamiento reservado de antemano y no sabíamos muy bien cómo llegar caminando a la medina, decidimos seguirlo para ver “la pensión de su abuela”. Caminamos cuesta arriba hasta la Plaza Real, cruzamos uno de los arcos de entrada a la medina y llegamos a una típica casa árabe/andaluza del año 1600. Nos quedamos.

 [singlepic id=3812 w=800 float=center] Nuestro primer almuerzo “comunitario” en la pensión

Era hora de almorzar y Nourdin, el dueño de la casa (a quien luego apodaríamos “Bravo” por su efusividad y su repetición constante de la palabra “bravooo” cada vez que hacíamos o decíamos algo) nos invitó a sentarnos con ellos a comer couscous. En la mesa conocimos a Canario (un hombre de unos 70 años que dedicó su vida a preparar café y era conocido por su voz cantante), a Fátima (mujer de la casa) y a su hijo Jafar. Tomamos un té de bienvenida y salimos con Mohammed a recorrer el laberinto blanco: la medina, esa ciudad dentro de la ciudad.

[singlepic id=3834 h=800 float=center]  Algunas imágenes de la medina por dentro

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Para un recién llegado (en este caso, dos) sin experiencia en medinas (estas mini-ciudades árabes antiguas que existen en la mayoría de las ciudades marroquíes), orientarse en uno de estos lugares es casi imposible. Las calles forman todas esas letras curvas y sinuosas —eses, ces, jotas— que incentivan a cualquiera a perderse; dentro del laberinto hay escaleras, arcos, pasadizos, cuadrados centrales, rincones, recovecos, huequitos. Las calles, además de ser angostísimas, nunca están despejadas: hay puestos de venta, personas apoyadas, trabajadores sentados en el frente de sus locales, hombres cortando madera, hombres pintando cuero, mujeres vendiendo frutas, chicos jugando a la pelota, musulmanes caminando hacia alguna de las tantas mezquitas para el rezo, gatos buscando comida, gallos sueltos. Las fachadas de las casas están pintadas de colores pasteles y contrastan a la perfección con la ropa brillante de las mujeres. Hay movimiento a toda hora, un ir y venir constante de gente, ruidos, música, gritos de los niños, conversaciones entre vecinas, ofertas en los mercados, el llamado de las mezquitas. Donde no hay color, hay carteles. Donde no hay ruido, hay graffitis que gritan en árabe.

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Según nos explicó Mohammed, la medina está subdividida en “barrios” o sectores, cada cual con su propia mezquita, su escuela y sus mercados. Pero los mercados, además, están organizados por rubro: en un sector está el mercado de madera, en otro el de cuero, más allá el de productos de cocina, por ahí el de animales, más adentro el de frutas y verduras, bajo techo el de “snacks” y dulces, en otro rincón el de ropa y alfombras, en el centro el de especias y desparramados por ahí los puestos de hierbas medicinales y café. El ritmo de vida de las personas parece estar marcado por esta vida callejera de los mercados; en la medina de Tetouan cada cual tiene su oficio y lo realiza todos los días incansablemente en beneficio de su comunidad. Eso fue lo que sentí ahí adentro: un ambiente comunitario donde todos trabajan en pos de mantener a esa pequeña sociedad en pie.

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En invierno, cuando baja el sol, el aire de la medina se vuelve casi helado y los pies y las manos empiezan a congelarse. Así que antes de que oscureciera, Mohammed nos llevó a la salida de la medina y a caminar cuesta arriba para ver la ciudad desde otro ángulo. Ahí fue cuando se puso pesado: “Amigos, ya que perdí (sic) tres horas con ustedes, denme 10 euros para mis niños”. Como habíamos quedado en que el paseo por la medina era gratis, la actitud nos molestó (por lo menos a mí). Nos presionó de tal manera (con oferta de droga a cambio y todo) que finalmente le dimos 50 dirham (€ 5) entre los dos para que se fuera, porque no quería dejarnos solos hasta que no le pagáramos. No volvimos a ver a Mohammed durante nuestra estadía en Tetouan. Y si eso empañó un poco el día, todo lo que vino después lo “desempañó” de sobremanera.

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Durante nuestra estadía en la pensión, Nourdin (“Bravo”) nos invitó a tomar por lo menos veinte tés de hierbas. También nos dio clases de homeopatía, su especialidad, y nos enseñó las propiedades curativas de las ocho plantas con las que prepara su té. Nos invitó a comer tajine y cous cous (platos típicos de acá) con él, Fátima, Canario y Jafar del mismo plato “como hermanos”. Nos transmitió enseñanzas acerca de la vida (con frases como “Mi tierra es donde me siento bien”, “Sin esperanza la vida será corta” y “Si no tienes nada que dar al pobre, dale una sonrisa”). Nos mostró lo arraigado que están en su cultura la hospitalidad y el compartir (ya sea con la familia o con extraños). Nos mostró fotos de su país y nos pidió que le mostráramos fotos de nuestros viajes. Nos sorprendió con su conocimiento de varios idiomas (acá pareciera que todos hablan árabe, español, francés e inglés) y de varias culturas. Nos enseñó palabras y expresiones en árabe. Nos festejó todo lo que decíamos con una sonrisa y un “bravooo”. Me apodó “reina” (y, cada vez que tomamos té, brindamos con un “¡Larga vida a la reina! ¡Bravooo!”) y, antes de irme, me regaló un djellaba (la vestimenta típica de los marroquíes) para protegerme del frío.

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Durante nuestra breve estadía, nos dio la bienvenida a su mundo. Y ahora, mirando hacia atrás, entiendo que caímos “en paracaídas” en un lugar que tiene un ritmo que existe hace siglos, un lugar donde la vida incluye tés de hierba, platos de comida que se comen con la mano y entre todos, pipas que se fuman en cada esquina, mercados que se arman y se desarman todos los días y Mohammeds que buscan ganar algo de dinero como sea. Y si aquel Mohammed en particular me hizo preguntarme hasta qué punto confiar en los marroquíes, Nourdin nos demostró que para muchas personas el intercambio más ansiado con el viajero no es el monetario, sino el humano, el de la experiencia, el de la transmisión de conocimientos. Así como el viajero busca conectar con la cultura a la que llega, el local también busca conectar con el que viene de lejos. Cuando eso sucede, nace lo auténtico y, personalmente, no puedo pedir nada más.

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[box border=”full”] Datos útiles y consejos para visitar Tetouan:

  • La medina de Tetouan es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y una de esas joyitas inexploradas… Mi consejo: no se la pierdan.
  • Bus de Tanger a Tetouan: 13.50 dirham, una hora (€ 1.20)
  • Alojamiento en la medina de Tetuan: 100 dirham por habitación privada (€ 10) (si regatean más se consigue hasta por 60 dirham para dos personas). Por si quieren quedarse en lo de Nourdin, esta es la info: Hotel Afrika, Plaza Palacio Real, Calle Kaid Ahmed 17 (Novedad! Ahora tienen página web: hotelafrica.org)
  • Sandwich: entre 6 y 20 dirham (según el tamaño y los ingredientes)
  • Dulces: 2 dirham por unidad
  • Bus de Tetouan a Chefchaouen: 15 dirham (una hora y media de viaje)[/box]