Esta historia empezó acá: Parte 1 – Con ojos de Dalí

Parte 2 – El Pueblo de los Gatos

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Las curvas del trayecto me despertaron. Iba en estado de ensoñación, mitad despierta mitad dormida, con la cabeza apoyada contra la ventana del bus. Había perdido la noción del tiempo. Sabía que el trayecto desde Figueres duraba alrededor de una hora, pero como a los cinco minutos de viaje me quedé dormida, no tenía idea de cuánto tiempo había pasado. Miré hacia adelante, vi las construcciones blancas y lo supe: estaba llegando a Cadaqués, un pueblito pesquero —el más oriental de la Península Ibérica— ubicado sobre una bahía del Mediterráneo. Un pedacito de Grecia en España. El rincón elegido por Dalí, por Duchamp, por García Lorca, por Picasso, por Miró y por otros artistas para vivir y veranear. Un pueblo que, estaba segura, debía tener algo especial.

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Salí de la estación y me puse a caminar sin rumbo. Me recibió una réplica de la Estatua de la Libertad con los dos brazos en alto, como diciendo en silencio: “Tengo dos antorchas y levanto los dos brazos. Acá las cosas son así”. Yo iba sola y lo primero me llamó la atención es que casi no había gente en la calle. Las ventanas —azules y verdes— estaban cerradas. Ni siquiera entornadas: directamente cerradas, selladas, trabadas desde adentro. Las puertas lo mismo: herméticas, sin una rendija ni para espiar. Todos los hoteles daban la misma explicación: Tangat – Cerrado – Fermé – Closed. Por la calle caminaban algunas parejitas, un anciano, una mujer con su perro, un grupo de amigas adolescentes y yo. Había silencio de mar. Y era tan envolvente, que sentía que cada paso que daba ensuciaba la atmósfera del lugar con ruidos extraños.

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Mientras caminaba, pensaba: ¿Por qué será que desde que llegué a España no hago más que encontrar pueblos vacíos? Me pasó en Toledo, en Cantabria, en Asturias. ¿Será el invierno? ¿Será que todos los pueblos que visité son lugares “de veraneo”? Pero incluso los lugares de veraneo tienen gente que vive todo el año. ¿Y esos dónde están? ¿O será que en esta etapa de mi viaje aparecen pueblos vacíos para enseñarme a estar sola? Me encanta ver la arquitectura y los colores de cada lugar, pero un pueblo sin gente es un pueblo sin energía, sin movimiento, sin sonidos. Conocer un pueblo sin su gente es como entrar a una casa vacía, es como conocer a un artista a través de su obra: lo único que se puede hacer es inferir datos y características de su creador, pero no hay manera de corroborarlos. Todo queda en las especulaciones y los análisis. Definitivamente, lo más lindo de viajar a lugares nuevos es conocer a su gente. Sin ellos, el mundo se convierte en un conjunto de escenarios vacíos.

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Durante toda la tarde recorrí Cadaqués. Caminé sin rumbo y llegué, sin darme cuenta, a Port Lligat, la pequeña bahía en la que vivió Salvador Dalí, ubicada a poco más de un kilómetro del centro. Pasé por su casa (que hoy funciona como museo), pero incluso esa estaba cerrada. Volví al centro de Cadaqués y me perdí entre las construcciones blancas y las calles angostas. Mientras tanto me preguntaba cómo sería el lugar en verano, cuánta gente habría, qué harían durante el día. ¿Seguiría siendo un pueblo silencioso? ¿O las voces de la gente generarían un barullo constante? Me gusta conocer pueblos “de verano” en invierno. Es como ver a una persona sin maquillaje ni máscaras.

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De repente los vi. Gatos. Ya había visto varios, pero no me había percatado de que eran tantos. Estaban subidos a los techos, durmiendo en los asientos de las motos, caminando por encima de las tumbas, comiendo en los balcones, mirando en grupo por la ventana. Y me dije: Claro, ¡estoy en el Pueblo de los Gatos de Murakami! ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

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[box border=”full”]En 1Q84, la última novela de Haruki Murakami, uno de los personajes lee un cuento titulado El Pueblo de los Gatos.

En resumen, la historia trata de un joven que viaja solo y sin destino: se sube al tren y cuando encuentra un lugar que le gusta, baja y se queda unos días ahí. Una vez llegó a un pueblito tranquilo que lo cautivó, así que se bajó del tren y caminó. Se percató de que en el pueblo no había absolutamente nadie, todos los comercios y las casas estaban cerradas y con las persianas bajas. Como no había tren hasta la mañana siguiente, no le quedó más remedio que pasar la noche ahí. Mientras caminaba se dio cuenta de que aquel era el pueblo de los gatos: cuando se ponía el sol, gatos de diferentes tamaños y especies llegaban a la ciudad, abrían las tiendas, se sentaban frente a los escritorios y se ponían a trabajar. Algunos gatos hacían las compras, otros bailaban, otros se iban al bar. El joven, mientras tanto, miraba la escena escondido en lo alto del campanario. Al amanecer, los gatos se iban del pueblo y todo quedaba desierto otra vez. El tren paraba todos los días antes del mediodía y antes del atardecer, pero ningún pasajero bajaba ni subía. El joven decidió quedarse unos días más para seguir espiando a los gatos. La tercera noche, se armó revuelo. “¿Qué es eso? ¿No os huele a humano?”, dijo uno de los gatos. Todos coincidieron en que olía raro y formaron grupos para inspeccionar el pueblo. Gracias a su olfato, se dieron cuenta de que el olor procedía del campanario y subieron rápidamente por las escaleras. El joven tenía miedo, sabía que aquel era el pueblo en el que los humanos no debían adentrarse. “Aunque huele a humano, no hay nadie”, dijeron los gatos extrañados. A pesar de que estuvieron casi cara a cara con el joven, no lo vieron y se fueron. El joven decidió irse en el próximo tren de la mañana, sabía que quedarse ahí era demasiado peligroso. Pero al día siguiente, el tren no paró en la estación: era como si la silueta del joven y la estación no se reflejaran en los ojos de la gente que iba en el tren. El sol se puso y el joven supo que se había perdido. “Este no es el pueblo de los gatos”, se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.

(Pueden leer el cuento completo acá, les recomiendo que lo hagan porque no tiene desperdicio).[/box]

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Seguí caminando hasta que el sol empezó a bajar y las paredes blancas tomaron un tinte dorado. Me senté en un barcito a tomar un té frente al mar. Me atendió un uruguayo. Qué lindo bar y qué lindo lugar que elegiste para quedarte. Cadaqués es mágico, por lo menos en invierno. Es uno de esos lugares en los que me quedaría una temporada para dedicarme únicamente a escribir. Pero ahora no es el momento. Me sentiría muy sola.

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El último bus de vuelta a Figueres salía a las 6.15 pm, así que, por las dudas, a las 6 salí del bar y me fui corriendo a la estación. No fuera cosa de que lo perdiera y de que ningún bus volviera a parar en mi Pueblo de los Gatos…

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[box type=”info”]Datos útiles para visitar Figueres y Cadaqués:

 • Tren de Barcelona a Figueres: € 14.05 (ida), 1 hora 50 min.

• Entrada al Teatro-Museo Dalí: € 12 (o € 9 con credencial de estudiante)

• Bus de Figueres a Cadaqués: € 5.20 (ida), 1 hora

• Se puede llegar caminando de Cadaqués a Port Lligat (están a 1.5 km de distancia), una pequeña bahía donde está la Casa de Dali (para poder entrar hay que reservar con anticipación por internet)

• Los almuerzos no bajan de € 7, pero hay lugares que venden kebabs o bocadillos por unos € 3. [/box]