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Escribir, desde esta calurosa y húmeda Buenos Aires, acerca del frío polar que pasé en Granada me parece misión imposible. ¿Cómo transmitirles el frío que sentía en las manos y en los pies si en este momento estoy derritiéndome a fuego lento en una ciudad-horno con 45 grados de sensación térmica? ¿Cómo contarles lo que me costaba salir de la cama cada mañana si acá el rayo de sol matutino que me pega en la persiana me hace saltar de la cama en el acto? ¿Cómo describirles la vestimenta encebollada de la gente y el humito que nos salía junto con la respiración si acá muchos se están bañando en las fuentes públicas en plena Avenida 9 de Julio? Si pienso que hace escasas semanas tenía que ponerme calzas, pantalón, musculosa, remera, sueter de lana, gamulán, guantes, gorro y bufanda para salir a la calle me agarra más calor del que ya tengo. Aunque en realidad no debería quejarme: Granada fue lo último de un invierno que me persiguió durante más de un año y Buenos Aires volvió a darme la bienvenida a mi tan deseado y esperado verano.

[singlepic id=6610 w=625 float=center] Granada…

[singlepic id=6646 w=625 float=center] su Alhambra

[singlepic id=6592 w=625 float=center] y su gente abrigada.

Para los que también quieren leer la otra cara de la moneda, les cuento que nuestro viaje a dedo de Sevilla a Granada (256 km) no tuvo mucho éxito. Como salir de las ciudades no es fácil, nos tomamos un bus directo a Arahal, municipalidad ubicada al sudeste de Sevilla, y empezamos el dedo desde ahí. Tras la declaración de Laura: “Las mujeres nunca paran” nos frenó, en el acto, una mujer. En ese auto, sin embargo, pasó algo desafortunado que definiría el futuro de nuestro día autoestopístico: me dejé olvidado mi gorrito de lana con cara de pingüino. Era nuestro gorro del poder, el que hacía que los autos frenaran al vernos (probablemente de lo ridículo que me quedaba puesto). Horas después, mientras esperábamos en la ruta sin que nadie nos levantara, repetiríamos incansablemente: “Es todo culpa del gorro, si no lo hubiese perdido ya estaríamos en Granada…”. Una madre y su hija nos acercaron hasta una estación de servicio a pocos kilómetros y de ahí en más nadie nos levantó. Viendo que se hacía de noche (en invierno las horas para hacer autostop son menos…) cambiamos la ubicación e hicimos dedo para entrar a la ciudad e ir en busca de la estación de buses. Como dicha estación no existía nos sentamos en la única parada a esperar el único bus de la tarde y finalmente (con mucho frío y desembolso de euros de por medio) llegamos a Granada como a las 10 de la noche. Lo bueno es que unos días después nos desquitamos e hicimos Granada – Barcelona (855 km) en un sólo día, en dos transportes y casi todo a dedo. Así de impredecible es el camino…

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[singlepic id=6583 h=625 float=center] Primeras imágenes de Granada

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[singlepic id=6618 w=625 float=center] Y de sus paredes

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Granada nos recibió con frío, demasiado frío. Justo aquel día había nevado en las montañas y la temperatura había bajado mucho. Eso, sumado a que estaba por empezar el invierno en Europa, y eso, sumado a que hacía más de un año que yo personalmente estaba en invierno, no me dejó disfrutar al cien por ciento la ciudad. Esa noche, mientras esperábamos a Nico, nuestro couch, entramos a un bar de Plaza Nueva para refugiarnos del frío y, sobre todo, para ver si los rumores eran ciertos. Y sí, lo comprobamos: en Granada te ponen una tapa gratis con la bebida que te pidas. Un jugo, un agua, una caña (cerveza) cuesta 2 euros y el plato que la acompaña viene gratis. ¡Ojalá fuese así en toda España!

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Más tarde Nico nos pasó a buscar para llevarnos a su casa en el Albayzín, el antiguo barrio árabe de la ciudad. Unos días antes, en Sevilla, un amigo andaluz me había dicho: “Para mí Granada está ligada a recuerdos felices”, y cuando le comenté que me iba a quedar en el Albayzín me miró con cara de envidia y nostalgia: “No hay lugar más lindo que el Albayzín para vivir Granada”. Granada es una de esas ciudades de las que me hablaron mucho antes de conocerla. Muchos, incluso, osaron decirme que iba a gustarme más que Barcelona y tengo que aceptar que ambas quedaron casi a la par: Granada es un lugar en el que me gustaría vivir unos meses de mi vida. Siento que es una ciudad ideal para sentarme a escribir frente a una ventana… (me cuesta no medir las ciudades en términos de “lugares donde podría pasar una temporada escribiendo” y “lugares donde no podría pasar ni un día escribiendo”).

[singlepic id=6629 w=625 float=center] Me imagino trabajando en alguna de estas casitas

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[singlepic id=6625 w=625 float=center] con esta vista frente a mis ojos…

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Pero volviendo a aquella noche, Nico nos pasó a buscar y comenzamos el ascenso hacia el Albayzín. Digo ascenso porque literalmente tuvimos que caminar unos 15-20 minutos en subida por calles laberínticas. Aquel barrio, ubicado a unos 700 metros sobre el nivel del mar, fue uno de los antiguos núcleos de la Granada musulmana, junto con la Alhambra, el Realejo y el Arrabal de Bib-Arrambla. Y a medida que caminábamos y nos metíamos más y más adentro del barrio, no pude evitar transportarme a uno de los lugares que más me gustó de mis viajes: las medinas (antiguas ciudades árabes) de Marruecos. Descubrí en el Albayzín estructuras, construcciones y costumbres típicas de las medinas: la angostura de las calles me hizo acordar a Fez, las escaleras y subidas me hicieron acordar a Chauen, la arquitectura me hizo acordar a Tetouan, la vida callejera me hizo acordar a Tánger (aunque muchísimo menos exacerbada). Era como estar en una medina pero poblada de españoles. La diferencia es que esta medina era ordenada y las de Marruecos casi siempre se me presentaron como un caos pintoresco de vendedores, burros, motos, puestos callejeros y gente sentada en la calle. El Albayzín me ayudó a re-vivir mi contacto previo con lo árabe, aunque esta vez a través de España.

[singlepic id=6569 w=625 float=center] Dentro del Albayzín

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Lo malo de haber ido en invierno es que esa estación parece atentar contra mi rutina viajera. Me resultaba casi imposible salir de la cama a la mañana. La secuencia era: escuchaba el despertador, me destapaba la cara, sentía el aire frío pegándome en la nariz, pensaba “5 minutos más, por favor”, tocaba el botón “Snooze” de la alarma, me tapaba con la frazada hasta la cabeza, volvía a escuchar el despertador 5 minutos después y repetía el mismo proceso unas 10 veces. Cómo me cuesta el invierno. Durante el día, por la calle, sentía que el frío me traspasaba la ropa, tenía frío hasta en la cabeza, no me animaba a sacar fotos por miedo a que se me congelaran los dedos y no podía escribir nada en mi cuaderno porque la letra me salía deforme (tenía los dedos endurecidos). De noche, igual: apenas bajaba el sol no había polaina que me salvara. Y además, ¿a quién le da ganas de salir a la calle cuando sabe que podría estar metido en la cama?

[singlepic id=6622 w=625 float=center] Mientras hubiese sol, todo lindo

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[singlepic id=6631 h=625 float=center] pero a la sombra, te la regalo. Creo que si algún día viajo a Siberia voy a tener que ir con traje de astronauta.

Una sola vez salimos a conocer la noche del Albayzín. Estábamos en la casa, por irnos a dormir, y escuchamos un canto gitano que entraba por nuestra ventana. Era demasiado intrigante como para no ir a ver quién era el galán que hacía llorar a su guitarra a la luz de la luna. Así que salimos corriendo, esperando encontrarnos frente a un hombre de botas altas y pelo oscuro, cantando con una flor en su saco y una lágrima de emoción. Y cuando por fin llegamos, tras perseguir el sonido de ese canto de sireno, nos encontramos con un borracho sentado en un banquito, cantándole a tres chicas aún más borrachas que él que le bailaban una sospechosa mezcla de flamenco y reggaetón a su alrededor. De lo mejor que vi en el viaje. Nos quedamos un rato y nos hubiésemos quedado más, pero el frío, el maldito frío, me hizo temblar y tuve que volver.

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Conocimos, claro que sí, la Alhambra, y dudo que las palabras me alcancen para describir su belleza. La Alhambra es un complejo de palacios y fortalezas que perteneció al monarca y a la corte del Emirato de Granada, un estado islámico medieval ubicado en el sur de España. Si el Albayzín me hacía pensar en Marruecos, la Alhambra potenció mis ganas de viajar por los países árabes. Sus detalles, sus colores, su arquitectura, su idioma, sus mercados (los árabes) me atraen tanto que no encuentro explicación. Simplemente quiero aprender árabe e ir a conocer esa cultura.

Tip: también podés visitar la Alhambra con un visita guiada que podés contratar aquí.

[singlepic id=6600 h=625 float=center] Imágenes del interior de la Alhambra

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Granada pasó a ser otro de mis lugares en el mundo: una ciudad que merece ser vivida y caminada mucho más tiempo. El día que salimos a dedo hacia Barcelona nos levantó un italiano que vivía en Castellón (Valencia) y que había ido a pasar el fin de semana a Granada. Nos contó que fue solo y que se hizo amigo de un grupo de gitanos y terminó de fiesta con ellos en una de las cuevas del Sacromonte (el Sacromonte es el barrio de los gitanos de Granada y las “cuevas” son sus viviendas típicas). Creo que por un momento lo envidié, pero a la vez me hizo pensar en que el mismo viaje siempre va a ser distinto para cada persona. Cada lugar es un pulpo y cada viajero lo recorre en uno de sus miles de tentáculos, por eso nunca puede haber dos viajes iguales. Cada camino está hecho de encuentros fortuitos y eso es algo que no puede replicarse ni comprarse.

 [singlepic id=6619 h=625 float=center] Nosotras tuvimos la suerte de conocer a un luthier de guitarras

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[singlepic id=6608 w=625 float=center] Y de descubrir una nueva forma de usar polainas

Pasé los últimos días en Barcelona (mi queridísima) y en Madrid, y si bien allá también hizo frío, siento que mi invierno terminó en Granada. Un vuelo turbulento me llevó de vuelta a Buenos Aires, a ese calor tan esperado, a ese verano tan porteño, a esa Navidad con pelopincho, terraza y humedad. Cada vez que miro por la ventana de mi escritorio y me doy cuenta de que son las 8 de la noche y sigue habiendo luz, siento que estoy soñando. Un año sin calor es mucho tiempo, 365 días que se terminan a las 6 de la tarde son demasiados. Leyendo el cuaderno que escribí en España encontré un sueño que tuve en Barcelona, pocos días antes de volver a Argentina, y que hubiese olvidado de no haberlo escrito. Dice así: “Estoy en Canadá. Quiero salir a caminar pero hace 50 grados bajo cero. Alguien me dice que “me abrigue la cara”. Salgo y no siento frío. Veo, a lo lejos, un grupo de gaviotas con campera, bufanda y gorro. Cuando las miro de cerca veo que son hombres-gaviota, personas con cuerpo y pies de gaviota. Se dedican a pescar.”

El mensaje es claro: esta mujer-gaviota necesita volver al mar. Necesito un cambio de estación. Granada fue el cierre perfecto de un invierno que, si bien fue frío, me trajo muchas cosas lindas (nieve, auroras boreales, viajes a destinos inimaginados…). Pero ya está, se terminó, el ciclo debe continuar, la rueda tiene que girar: llegó el momento de volver al verano, a la energía de los viajes con sol.

[singlepic id=6616 h=625 float=center] ¿Vieron al pájaro en la punta del árbol?

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