[box type=”star”]Este post pertenece a la serie Historias minimalistas de Malasia: un intento de viajar liviana, solo con mochila de mano, y de fijarme en los detalles, en las historias chiquitas. Después de cinco visitas a ese país, me pareció bueno cambiar de perspectiva.[/box]

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Tras pasar doce días en Malasia me di cuenta de algo. Como ya es la cuarta o quinta vez que paso por ese país (por un tema de visas y vuelos baratos), mi mirada cambió: en vez de quedarme boquiabierta con los paisajes y la arquitectura, esta vez me dediqué a “observar” a (y ser observada por) la gente. Lo hice sin darme cuenta, pero lo noto ahora, sentada frente a la computadora, mientras recuerdo todos los diálogos espontáneos en los que participé y todas las situaciones en las que aparecí sin planearlo.

Lo malo de viajar solo, dirán algunos, es justamente la soledad. Lo bueno de viajar sola, digo yo, es que uno está muchísimo más receptivo ante el mundo y las personas. Cada vez que estoy sola en algún lugar del mundo no pasan más de unos minutos hasta que alguien se me acerca y me pregunta, con curiosidad, quién soy, de dónde vengo y adónde voy. Cómo cambia el concepto de normalidad, ¿no? Si en nuestra ciudad alguien se acerca para preguntarnos todas estas cosas, tal vez nos resulte “medio raro” o sospechoso semejante interrogatorio. Pero de viaje, es una situación normal y totalmente esperable.

Me encanta conocer gente. Lo bueno de los viajes largos es que uno conoce a muchísimas personas todos los días. Lo malo de los viajes largos es que uno conoce a muchísimas personas especiales a las que tal vez nunca volverá a ver. Tras leer el blog de un inglés que también se la pasa haciendo viajes largos comprobé que no soy la única que a veces se siente cansada de repetir el mismo discurso, una y otra vez, todos los días, a personas a las que no volverá a ver: “quéhago-quiénsoy-dedóndevengo-aquémededico-dóndeestuve-adóndevoy”. Sin embargo, uno nunca sabe qué rumbo pueden tomar las conversaciones.

Hacía tiempo que no me alojaba en hostels, ya que siempre me quedo con amigos o en casas de familia, pero esta vez decidí hacerlo, más que nada por falta de planificación y “para estar un poco sola”.

La noche de la bolsa marrón llegué a mi hostel dispuesta a irme a dormir, pero me interceptó un chino-malayo que se estaba quedando en el mismo lugar y me hizo el interrogatorio de rigor. Cuando le dije que era de Argentina se puso feliz: “¡Sos la primera argentina que conozco en mi vida!”. Y por unos microsegundos me vi convertida en figurita, completando un álbum de nacionalidades de un desconocido. Me preguntó de todo: qué se puede ver en Argentina, qué se come, cuánto cuesta viajar, qué se puede hacer, cuáles son los lugares más lindos. Después se despidió y se fue a dormir.

A la mañana siguiente me lo crucé rumbo al baño. Me dijo que había estado hablando con un estadounidense y que aquel viajero le aseguró que lo mejor de Argentina “eran las mujeres”. Ajá. Al rato me buscó y me regaló una naranja antes de irse: “Es para tu viaje, que la disfrutes, mirá que es una naranja muy cara eh”. En la cultura china se regalan naranjas entre amigos y parientes para demostrar respeto y desear buena suerte, especialmente durante el Año Nuevo Chino. Así que la acepté como un lindo gesto.

Guardé la naranja cara dentro de la bolsa marrón (que todavía tenía los Cabsha y alfajores) y me fui rumbo a Penang a visitar a mi amiga Tippi. Y durante las seis horas de viaje pensé que puede que en unos días no recuerde ni las caras ni los nombres de todas estas personas que pasan unos minutos por mi vida, pero todas quedan como parte del paisaje de mis viajes. Por eso, mirar a la gente también es una forma de mirar a un país.

Y pensar que toda este reflexión surgió por una naranja cara que me regaló un chino-malayo en un hostel de Kuala Lumpur.