Muchos años antes de imaginarme que podía dedicarme a viajar, decidí que de grande quería ser filósofa. La culpa la tuvo un libro que leí a los once o doce años y que me dejó un concepto grabado en la cabeza: “Filósofo es aquel que nunca deja de mirar el mundo con asombro”. Lo del asombro me llamó mucho la atención: sentía que el libro me hablaba a mí, que me estaba diciendo que, por más que estuviera creciendo, nunca dejara de ser una nena curiosa y nunca dejara de sorprenderme ante lo cotidiano, ante el mundo. El libro en cuestión era El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, y esa frase aparecía en este texto que acabo de releer y del que transcribo algunos fragmentos:

«¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA CAPACIDAD DE ASOMBRO. Todos los niños tienen esa capacidad. No faltaría más. Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva. Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece ir disminuyendo. ¿A qué se debe?

Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas a su alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la habitación.

(…)

Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos habituamos al mundo tal y como es. Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de dejarnos sorprender por el mundo.

(…)

Por diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.

Para los niños, el mundo —y todo lo que hay en él— es algo nuevo, algo que provoca su asombro. No así para los adultos. La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy normal.

Precisamente en este punto los filósofos constituyen una honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso. Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la vida.»

(fragmentos de El mundo de Sofía, Jostein Gaarder)

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Si bien finalmente elegí estudiar Comunicación y no Filosofía, nunca me olvidé de aquel anhelo ni del tema del asombro: viajar se convirtió en mi manera de poner esa mirada de asombro en funcionamiento. Volver de un viaje, a la vez, me enseñó a mirar con asombro el lugar que creía conocer de toda la vida.

Estas reflexiones me surgen porque esta semana fui a dar charlas a un colegio de Buenos Aires. Fue casi de casualidad. Hace unos meses acompañé a Damián a hacer shows de burbujas a ese colegio y alguien me preguntó a qué me dedicaba. No me acuerdo cómo fue la cadena, pero unos días después recibí la propuesta de la coordinadora de Literatura: dar charlas en las clases de Lengua y Literatura de primaria y secundaria para hablar acerca de mi escritura, para mostrarle a los chicos “una escritora más real”. Nunca había dado charlas en colegios, pero acepté igual, feliz de tener esa oportunidad. Cuando me mandaron el cronograma de horarios vi que iba a tener que dar varias charlas para los chicos del secundario (de 15 a 17 años) y dos charlas para los chicos de sexto grado de primaria (de 11/12 años). Dar charlas para alumnos del secundario me pareció más “lógico” (están en edad de pensar qué carrera quieren estudiar, a qué se quieren dedicar y creo que está bueno transmitirles que uno puede hacer de su talento un trabajo) pero dar charlas para chicos de sexto me hizo sentir un poco insegura. ¿De qué les iba a hablar? ¿Les interesaría escuchar acerca de mi escritura? ¿Les interesaría escuchar de viajes? Pensé que se iban a aburrir y que me iban a tirar papelitos.

Qué equivocada estuve.

[singlepic id=7234 h=625 float=center] Mostrando una foto de la aurora boreal.

Cuando entré a la clase me encontré con veinte chicos ansiosos. “¿Ella es la trotamundos?”, escuché que preguntó uno (otro, incluso, me preguntó antes de la charla, mientras estaban en recreo, “¿vos sos Aniko Villalba?”). La maestra les había dicho que miraran mi blog, así que cuando me paré adelante de la clase todos me conocían. Les empecé a contar mi historia (que siempre me gustó escribir y viajar, que un día decidí ponerme la mochila e irme a probar suerte, que viajé por equis cantidad de países, que me pasó tal y tal cosa) y ellos me sorprendieron con la cantidad (y calidad) de preguntas que me hicieron. Preguntas muy simples, muy humanas, algunas inocentes, todas muy sinceras, apelando al costado más sencillo de la vida, del mundo y de los viajes. Cuando les mostré fotos de otros países, de otras personas, de otros paisajes escuché un “guuuaauuu” generalizado y recibí más preguntas aún: “¿Y qué ropa fue la que más te gustó? ¿Y qué se come en China? ¿Y estuviste en Córdoba? ¿Cómo es el transporte público en Asia? ¿Y hubo algún lugar en el que te dieran ganas de quedarte a vivir? ¿Aprendiste a comer con palitos? ¿Y en qué te inspirás para escribir? ¿Y estuviste en algún lugar donde no pudieras comunicarte? ¿Te sentiste sola? ¿Qué escritores te inspiran? ¿Cuál era tu cuento preferido cuando eras chica? ¿Es difícil escribir? ¿Las fotos las preparás o las sacás sin planearlas? ¿Preferís escribir en primera persona o en tercera? ¿Vas con alguna idea del lugar o preferís escribir lo que sentís ahí?”. Y así. Preguntas y preguntas y más preguntas. Preguntas que hace tiempo no recibía ni me hacía.

[singlepic id=7255 w=625 float=center] Les recomendé a Kapuscinski y todo, a pedido de una de las chicas que, sin que yo me diera cuenta, me hizo una entrevista escrita y, cuando terminó la clase, me pidió que se la firmara.

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Una chica incluso me dijo, con total seguridad, después de escuchar mi historia: “Claro, viajar es parte de vos”. Se ve que lo entendió mejor que yo.

Antes de despedirnos nos sacamos una foto grupal y una de las chicas me dijo, riéndose: “Parecemos de otro país”, en referencia a lo que les había contado que pasaba en Indonesia, donde todos querían sacarse fotos conmigo por ser extranjera. Y, antes de irme, otra me dijo: “Tenés que volver”. Yo le dije: “Sí, vuelvo mañana a dar una charla para los chicos del secundario”. Y ella me respondió: “No, más adelante. Tenés que volver”.

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Salí recargada de energía y de felicidad. La curiosidad de los chicos me llenó el alma. Y después pensé: esto no debería parecerme algo raro, el ser humano es así, curioso por naturaleza, pero al crecer esa curiosidad se apaga. Y me pregunté lo mismo que se pregunta el filósofo en El mundo de Sofía: ¿por qué? ¿qué pasa en el medio? ¿Qué nos hace perder esa capacidad de asombro? ¿Por qué damos todo tan por sentado cuando crecemos? ¿Por qué tomamos el mundo como algo normal? ¿Por qué de adultos dejamos de hacer “guuuaauuu” cada vez que vemos algo sorprendente (cotidiano y sorprendente)?

[singlepic id=7249 h=625 float=center] Este paisaje, para mí, es sorprendente. Y lo veo hace 27 años.

[singlepic id=7237 w=625 float=center] El Museo de Tigre

Después de dar la charla, Damián y yo nos fuimos a caminar por Tigre. Seguimos el paseo Victoria, que va paralelo al río, y llegamos al Museo de Tigre, donde está la muestra de Carlos Páez Vilaró, un artista uruguayo al que admiro muchísimo y cuya historia conté en este post. La muestra se llama “El color de mis 90 años”: Páez Vilaró festeja sus noventa años en este mundo haciendo lo que más le gusta: pintando. Si bien ya había visto muchas de sus obras en Casapueblo (su casa en Punta del Este), las del Museo de Tigre me parecieron descomunales. Después me di cuenta por qué: Páez Vilaró, a sus noventa años, sigue pintando como un niño. Usa los colores como un niño, sin miedo, sin dudar, su trazo es muy firme, se nota que no piensa tanto sino que le hace caso a lo que siente. Páez Vilaró pinta con el alma y se nota. Pinta desde lo más profundo de su ser. Ama los colores, ama el mundo, ama el arte y lo demuestra. La exposición tiene decenas (tal vez cientos) de cuadros hechos este año, lo que me hizo preguntarme: ¿cuántos cuadros por semana pinta este hombre? Es tan prolífico que me asombra, me genera admiración. Ojalá yo pueda escribir la mitad de lo que él pinta. Ojalá yo también pueda ser una niña de noventa años algún día. Ojalá pueda seguir teniendo esa vitalidad y esa pasión para hacer lo que más me gusta durante toda mi vida, sin importar mi edad.

[singlepic id=7259 w=625 float=center] No pude sacar fotos adentro, pero les recomiendo muchísimo esta muestra.

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Después del museo nos quedamos mirando el río Luján, el mismo río y la misma vista que veo hace 27 años, ya que paso fines de semana en la isla (el delta del Paraná, ahí mismo en Tigre) desde que nací. Pero esa misma vista en otoño me pareció salida de una postal. Tener un paisaje así, un río así, tan cerca de una ciudad como Buenos Aires es algo irreal, digno de ser festejado.

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Mientras caminábamos de vuelta a la estación, le dije a Damián: “Tengo muchas ganas de verla a Abril”. Abril tiene cinco años y es una de las sobrinas de Maru, mi mejor amiga (una amiga a la que, justamente, conocí en el Tigre, cuando yo tenía tres años y ella ocho). A Abril la conocí hace unos meses, en el casamiento de Maru, y enseguida nos hicimos amigas. Jugamos juntas, le saqué fotos, charlamos. Después de eso no nos volvimos a ver, pero hace unas semanas Maru me contó que Abril encontró mi foto en una de las revistas de La Nación de enero y me reconoció (Nota: publiqué cuatro artículos de viajes en La Nación Revista de enero, uno por fin de semana, y en la firma apareció mi foto). Cuando la vio le pidió a la mamá que le consiguiera los cuatro números y se guardó las revistas en su mesa de luz. De vez en cuando, le pide a su mamá que se las lea antes de irse a dormir. Además de morir de amor, eso me generó ganas de empezar a escribir relatos de viajes para chicos, de comunicarme de manera más directa con ellos, así que tal vez, quién sabe, próximamente…

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Mientras pensaba en Abril le dije a Damián: “Es increíble como uno puede establecer conexiones así habiendo tanta diferencia de edad, ¿no? Porque ella es una nena, y yo…”. Supongo que yo también. Siempre me llevé muy bien con los chicos y con los grandes, pero a destiempo: cuando era chica me llevaba mejor con la gente grande, ahora me llevo mejor con la gente chica. Pero creo que tiene que ver con eso que creció adentro mío cuando leí lo de no perder la capacidad de asombro: ese día decidí que lo que quería, de grande, era seguir siendo una niña.

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Les recomiendo el texto Manual para ser niño, de Gabriel García Márquez.