Pasaron dos meses desde que aterricé en Madrid. Dos meses de estar en Europa por primera vez en mi vida. Dos meses de estar en un país lejano —por eso de que hay que cruzar todo un océano— y cercano a la vez —por eso de que la cultura es muy parecida a la nuestra—. “El Plan” era estar en Marruecos en enero pero, como decimos en Argentina, “colgué”. Colgué y me quedé en Barcelona mucho más de lo que pensaba, colgué y me quedé “un día más” varias veces en varios lugares. Me acostumbré tanto a estar acá que por un lado no me quiero ir, aunque por otro Marruecos me espera. Y después, España me espera otra vez.

[singlepic id=3711 w=625 float=center] Sevilla

[singlepic id=3720 h=625 float=center] Cádiz

España me gusta mucho. Tanto, que me pasa eso que siempre me ocurre cuando llego a un lugar al que sé —o por lo menos supongo— que voy a volver: no voy a “todos lados” y me justifico mentalmente con el “tal ciudad/pueblo lo dejo para la próxima”. ¿Estará bien pensar así? ¿O lo mejor será ver todo lo posible en un solo viaje, siguiendo la filosofía del carpe diem viajero? Yo creo que voy a volver, pero ¿y si mañana me sale una propuesta para irme a Micronesia y me quedo allá? ¿Habrá que serle fiel al “No dejes para mañana lo que puedes viajar hoy”? Bueno, la cosa es que ya me voy de España y no vi ni la mitad. Aunque, si lo pienso así, viajé mucho pero no vi ni la mitad de nada. El mundo es inabarcable y hay que elegir. Pero en este caso, como les digo, volveré. Además tengo una excusa: quiero conocer mucho más de Andalucía, una región de la que me vienen hablando hace tiempo.

Llegamos (con Andi —alias El Sireno—, bloggero de viajes a quien presenté en el post anterior y con quien viajaré a Marruecos) a la casa de mi amiga Noelia en Jerez el jueves pasado y, con solo caminar por la calle, ya sentí un aire distinto. Para empezar, me encanta cómo hablan acá. Mushasha, rebaná de pan, andalú, musho. Lo primero que me dijo Víctor, el novio de mi amiga, es que yo “hablo flojito” (bajito). No, es que acá hablan fuerte. Voy por la calle y me entero de . Voy en el tren y me tiento escuchando la risa contagiosa de cuatro mujeres que se la pasan todo el trayecto divertidas. Voy en el bus y me río escuchando la conversación telefónica de una chica que le dice a la mamá “que no sea gilipollas”. Voy a cenar a un bar y me entretengo con las discusiones futboleras acaloradas (¡que no fue penal! ¡que sí, joder!). Sería un pecado caminar por Andalucía escuchando música. Me perdería lo mejor.

[singlepic id=3761 w=625 float=center] Barcito en Cádiz

[singlepic id=3654 h=625 float=center] Jerez

[singlepic id=3651 h=625 float=center] Mercado de flores en Jerez

El viernes nos fuimos a pasar el día a Cádiz, a 45 minutos en tren de Jerez. Qué lugar. Un día es demasiado poco. No sé si a alguno le pasó, pero por momentos me sentí en alguna calle del Centro Histórico de Cartagena de Indias (Colombia). No digo que sean iguales porque, para empezar, en Cádiz es invierno y en Cartagena siempre hace calor. Además el centro histórico de Cartagena está restaurado y Cádiz, en cambio, luce con orgullo sus paredes despintadas y descascaradas (que, personalmente, me encantan). Pero durante un rato sentí un ambiente muy “caribeño” de vida al aire libre, un ajetreo callejero con vendedores en cada esquina gritando ¡el kilo a eurooo!, con mujeres cargando productos en la cabeza, con gente entrando y saliendo aceleradamente de los mercados. Y ese olor a mar que se siente desde cualquier parte, esa sal en el aire que delata que, muy cerca, hay un océano.

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Caminamos toda la mañana por la zona antigua de Cádiz, nos perdimos entre las callecitas angostas y, a eso de la 1 del mediodía —temprano para el horario español de alimentación— entramos a un supermercado, compramos pan fresco y fiambres y nos hicimos unos sandwiches en un banco de la Plaza de las Flores (el almuerzo del mochilero low cost). A nuestro alrededor, todo era movimiento: mujeres que pasaban con sus carritos de compras, gente que entraba y salía de la oficina de correos, perros que corrían, palomas que volaban, flores que se vendían. Cuando terminamos de comer, descansamos un rato (o, término que acuñó Andi en su blog: trancaroleamos) y salimos a caminar otra vez, con ganas de ver toda esa gente y toda esa vida que habíamos experimentado por la mañana. Pero oh sorpresa: las calles estaban vacías. Entre las 2 y las 5 de la tarde lo único que vimos fueron locales cerrados (con persianas bajas y todo), alguna que otra mujer paseando al perro, algún que otro hombre cargando bolsas, algún que otro extranjero caminando por ahí y un grupo de viajeros hippies haciendo acrobacias y música frente a la inmensa Catedral. Acá el horario de siesta es sagrado y a mí todavía me resulta increíble cómo se respeta a rajatabla. Me parece genial que todo un país se ponga de acuerdo para irse a dormir y para después levantarse y seguir como si nada. Falta un altoparlante con ruido de alarma para despertarlos a todos.

Antes de la siesta…

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… y durante la siesta :)

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Conclusión:

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El sábado nos fuimos a Sevilla. No estaba en nuestros planes (hace días que estamos diciendo, “Vamos ya a Marruecos y cuando volvamos visitamos tal lugar de España”), pero al parecer había una fiesta de despedida de dos chicas alemanas amigas de Andi que están de Erasmus —¡todo el mundo está de Erasmus acá! (algo así como de intercambio universitario en otro país de Europa)— en Sevilla, así que fuimos a la fiesta y terminamos quedándonos tres días. Llegamos de noche y yo ya iba embobada desde la ventana del bus: ¡qué arquitectura por favor! Qué lindas que son las formas árabes, los detalles curvos, las ventanitas, los colores. Qué lindo ir caminando entre todos esos balcones y escuchar que, por alguna ventana, se escapan canciones de flamenco. Qué lindos los naranjos que adornan, en fila, toda la ciudad. Aprovecho para preguntar: ¿Cómo es el tema de los naranjos acá? Están por todos lados, pero no vi a nadie sacando naranjas de los árboles. ¿Queda mal que me lleve algunas para comer más tarde?

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Me gusta mucho la simpatía de la gente hacia los desconocidos, me gusta que respondan al pedido de indicaciones e incluso agreguen más información y datos de color; me gusta verlos reunidos en las cervecerías, en los parques, al aire libre; me gusta que Sevilla sea una ciudad de bicicletas y me gustan, sobre todo, las intervenciones artísticas que tienen los tachos de basura, las paredes, los carteles y las señales de tráfico. Podría decirles que visiten Plaza España, el barrio de Triana, la Catedral, el barrio de Santa Cruz y sus callejuelas, el Centro… pero creo que el mejor consejo que puedo darles a la hora de viajar es piérdanse, caminen sin mapa —guárdenlo en el bolsillo por si acaso—, pero sigan su instinto, déjense llevar por la ciudad o el pueblo que visiten. Y si necesitan indicaciones, pregunten. En ningún lugar del mundo me negaron una indicación; muchas veces me dijeron cualquier cosa, pero es otra buena excusa para hablar con más gente o para perderse un ratito más por ahí.

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Jerez, Cadiz y Sevilla fueron mi pequeña y primera dosis de Andalucía, zona que quiero seguir recorriendo. Pero ahora sí, basta de seguir estirándolo. Mi mamá me informa vía mail urgente que se viene una ola de frío polar a España así que huimos a África ya mismo. Cuando ustedes lean esto, nosotros ya habremos cruzado el estrecho y estaremos aprendiendo los códigos de un país nuevo: Marruecos.