I. Me gusta mucho viajar en colectivo

Hay gente que lo odia, se aburre, no soporta estar tres, cinco, diez, veinte horas arriba de un vehículo junto con tanta gente.

Para mí es una de las mejores formas de viajar y si pudiese recorrer el mundo entero en colectivo y evitar los aviones, lo haría (y escribiría un “Colectiveando por ahí”, o algo así…).

¿Por qué? Porque desde el avión solamente veo (de arriba y de lejos) el lugar del que me voy y el lugar al que llego.

Pero desde el colectivo veo todo lo que pasa entremedio. Desde la ventana del colectivo veo el camino.

Si miran el mapa del Sudeste Asiático desde Argentina, probablemente piensen que todos estos países “son iguales”.

A mí me pasa eso, por ejemplo, con Oceanía, no por ignorancia, sino porque es el continente del que menos sé y no me da la imaginación para diferenciar cada una de las culturas que viven ahí…

Y antes de viajar a esta porción del mundo también pensaba: ¿qué pueden tener de distinto países como Laos, Vietnam, Camboya, Tailandia, que están casi enroscados en el mapa y comparten un pedazo de tierra mucho menor que la superficie de Argentina?

De lejos, tendemos a homogeneizar.

Acá sucede lo mismo: mucha gente también cree que todos los países occidentales son una gran sucursal de Estados Unidos.

Vine a Camboya sin saber demasiado de Camboya (corrección: el Reino de Camboya) más que lo básico: calor, budismo, Angkor Wat, Khmer Rouge, Pol Pot y el genocidio que sufrió la población en los ’70.

No soy de las que se estudian el país de punta a punta antes de viajar. Al contrario, prefiero dejarme sorprender e ir aprendiendo a medida que veo.

Tuve el primer anticipo de Camboya desde la ventana del avión: este país es verde.

Las ciudades, los pueblos, las rutas, las aldeas están plagadas de vegetación, árboles, plantaciones de arroz, pasto. Se nota que se trata de un país rural.

Apenas dejé el aeropuerto y subí al tuk-tuk que me llevó al hostel en Siem Reap, vi algo que me llamó mucho la atención: las calles están “vacías” (en comparación con, por ejemplo, Indonesia, donde pareciera que no cabe uno más en la vereda), hay poca gente, el tráfico es mucho más tranquilo que en los países vecinos (a pesar de que acá también abundan las motos), hay pocos autos, mucha gente en bicicleta y muchos (muchísimos) chicos y personas jóvenes.

Dos datos interesantes: la población es de 15 millones y el 50 por ciento tiene menos de 20 años.

Toda una generación fue arrasada por el régimen dictatorial del Khmer Rouge (se calcula que aproximadamente 8 millones de personas murieron durante el régimen).

Viajando desde Siem Reap hacia Battambang, pueblo a unas cuatro horas, pude sentir la simpatía de los camboyanos.

En Siem Reap no es tan fácil conocerlos, porque ahí sos de un bando o del otro: turista o local, y los integrantes no se mezclan más que para hacer negocios.

Pero fuera de Siem Reap, todo cambia.

Acá los extranjeros no son vistos como “estrellas de cine” (no puedo evitar la comparación con el furor que causa la gente rubia en Indonesia), tampoco hay hostilidad (como me dijeron que pasa en ciertos lugares de Vietnam): acá la gente me sonríe muy cálidamente en todos lados e intenta comunicarse conmigo en inglés o con señas.

El viaje en colectivo hacia Battambang se atrasó dos horas a causa de las inundaciones que tapaban la ruta así es que tuvimos que hacer trasbordo a una combi, cruzar los charcos (llenos de chicos nadando con inflables) y subirnos al colectivo que nos esperaba del otro lado.

Pero entre tanda y tanda de gente tuvimos que esperar sentados al costado de la ruta una hora.

Hacía muchísimo calor, así que cuando apareció el vendedor de helados, todos compraron (los gustos más solicitados: durien, café y coco).

Un grupo de tres camboyanas me compró un helado para mí.

Apenas llegué a Battambang (ya de noche), uno los hombres que trabajaba en la terminal llamó al hotel donde me pensaba quedar para que me fueran a buscar a la terminal (que quedaba algo así como a dos cuadras de distancia).

Me ven viajando sola y se preocupan.

La mañana que hice el check-out de ese mismo hotel, los chicos de la recepción me regalaron un tejido típido de acá llamado krama, que sirve como “bufanda” y para taparse la cabeza del sol.

No me lo esperaba y fue una linda sorpresa.

En el viaje desde Battambang hacia Phnom Penh (la capital, a seis horas) vi uno de los contrastes más llamativos: casitas hechas de paja y palitos, a pocos metros de templos imponentes que parecen fabricados con oro.

Un templo tras otro, uno más impresionante que el otro.

Una casita tras otra, una más pobre que la anterior.

Los suburbios de Phnom Pehn (que, no se dejen engañar, por lo que vi ahora es como un pueblo grande, no llega a tener estatus de gran ciudad) me gustaron, a pesar de que los vi desde la ventana y a toda velocidad.

Mujeres con sus carritos vendiendo baguettes, herencia de la época en que fueron colonia francesa (en el Sudeste Asiático no es común ver que te vendan pan en cada esquina), más templos y (elemento nuevo), varias mezquitas (a pesar de que los musulmanes no superan el 2 por ciento por ciento de la población).

Siempre que viajo en colectivo, intento que me toque el asiento al lado de la ventana.

No hay nada que me guste más que avanzar por la ruta mirando el camino.

El problema es cuando sos extranjera, no podés disimular que sos extranjera, y llegás a un destino popular donde los taxistas y tuk-tuk drivers están literalmente al acecho.

Te ven por la ventana desde la calle, te señalan, se señalan a sí mismos como diciendo ya sé que me elegiste a mí de chofer, te esperan en la puerta, por poco te suben a la fuerza a sus transportes y si no respondés o decís que no, se enojan.

Nota mental: cuando esté llegando a una ciudad, cerrar la cortina de la ventana.

II. La vida secreta de las motos

Si venís al Sudeste Asiático, amigate con las motos.

No sólo vas a tener que esquivarlas (o rogar que te esquiven) cada vez que cruces la calle, también se van a convertir en tu transporte predilecto.

En Battambang decidí hacer un tour por las afueras con un conductor local que trabajaba en el hotel donde me estaba quedando: Mr. Bun Nak.

Fuimos en su moto y no paró de contarme cosas durante todo el viaje.

Que trabajaba para una ONG pero se aburrió de la oficina y decidió comenzar a trabajar en la industria turística.

Que habla cinco idiomas (khmer, inglés, lao, tailandés y holandés).

Que una vez tuvo una novia pero lo dejó porque él no quería casarse y ella sí, y en Camboya, si una mujer pasa los 25 años y sigue soltera, chau (en este país hay más mujeres que hombres).

Que le gusta la cultura europea porque es más “abierta” (la gente se va a vivir junta sin casarse).

Que el régimen de Pol Pot arrasó al país y mató a la gente más culta.

Que los camboyanos son gente tímida.

Dicho eso, me dejó al pie de un templo y esperó abajo a que yo recorriera.

Primero me crucé con un anciano, de esos que casi no se ven en Camboya, que me sonrió. Le pregunté dónde estaba el baño, y él, que obviamente no entendió, me invitó a sentarme al lado. Le hice un gesto con la cámara pidiéndole permiso para sacarle una foto. Asintió y se quedó petrificado con una sonrisa. Le agradecí y seguí camino.

Arriba, en el templo, me crucé con un grupo de mujeres camboyanas. Me miraron. Una de ellas, sin decirme nada, me agarró del brazo y me hizo posar para la foto que sacó otra con el celular. Después me mostró la foto y se fue.

Cuando estaba terminando el recorrido, apareció un monje budista que me preguntó de dónde era, de dónde venía, hacia dónde iba, cómo me llamaba. Le pedí una foto, se arregló la túnica naranja y posó.

Finalmente, cuando terminé mi recorrido y volví hacia donde me había dejado mi amigo motorizado, el policía me dijo que mi guía se había ido a desayunar, que lo esperara un ratito ahí y que, de paso, le explicara en qué consiste una democracia liberal ya que esa misma tarde tenía que dar una presentación oral en la universidad.

Dije lo que pude y le saqué una foto.

Y en todos lados, siempre, los nenes me sonríen.

En Angkor Wat una nena se divirtió posando para todas mis fotos.

En el Palacio Real de Phnom Penh estaba sentada en un banco y una nena de no más de tres años se subió al banco, se colgó de mi cuello y se puso a mirar mi cámara de fotos y a hablarme en khmer.

¿De qué timidez hablan?

Me encanta esta gente.

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