Siempre quise conocer Lisboa. No sé por qué, era uno de esos lugares que me atraía sin una razón específica, tal vez por algo tan simple como la musicalidad de su nombre (“Lishboa”, me encanta cómo suena). Lo mismo me pasaba con Cartagena de Indias, en Colombia: me llamaba sin un por qué, simplemente por el mero hecho de existir yo sentía que ella estaba ahí, esperándome. En el caso de Lisboa, sentía (o presentía) que era una ciudad que generaba saudade incluso antes de conocerla. Saudade es ese sentimiento de extrañamiento, de melancolía, que ocurre cuando uno se separa de algo/alguien amado y siente la necesidad de volver a verlo. El escritor portugués Manuel de Melo decía que es “un bien que se padece y un mal que se disfruta”. Como una tristeza feliz. Y yo sentía que Lisboa iba a ser algo así, como la saudade hecha ciudad.

  [singlepic id=6537 w=500 float=center] Algunas de las fotos de este post fueron sacadas con una cámara Lomo (Diana Mini)

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Después de pasar unos días entre las góndolas de Aveiro y de hacer dedo hasta Nazaré, el camino nos llevó a Lisboa. Yo iba con una lista escrita en mi cuaderno, una lista que había ido construyendo los días previos con Sofía y otros portugueses que nos cruzamos en el camino. “Lisboa: Cosas para hacer. Caminar por Mouraria y Alfama, los antiguos barrios árabes. Comer pastel de nata en Belém. Tomar el tranvía 28. Subir a Barrio Alto. Ir al mirador en Príncipe Real. Visitar el castillo. Buscar las estatuas del Marquez de Pombal. Mirar a los artistas callejeros en Baixa. Caminar la Avenida Liberdade de punta a punta. Sentir la multiculturalidad en Martin Moniz, el barrio de inmigrantes. Estar atenta a los elevadores. Visitar la estación de tren de Rossio. Ir a la casa museo de Pessoa. Comprar el libro Viaje a Portugal de Saramago”. También iba con ciertas imágenes en mi cabeza, con retazos de una Lisboa que había visto solamente en postales y había oído simplemente en historias. Quería encontrarme gatos en las ventanas, mujeres mirando la vida pasar desde su balcón, músicos callejeros, callecitas empedradas en subida, tranvías amarillos, paredes despintadas, mosaicos y restos del pasado árabe.

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Cuando uno viaja por tierra, la relación con las ciudades capitales es otra. Generalmente los vuelos internacionales aterrizan en la capital del país de destino, entonces no queda otra que empezar el viaje por la gran ciudad. Cuando uno va por tierra, en cambio, no tiene por qué empezar a conocer el país por su capital, sino que la ruta se arma de otra manera, los recorridos no son impuestos sino intuitivos. Y cuando es así, hay que esperar a que la capital nos llame, es ella la que nos tiene que decir “llegó la hora de venir”. Hay viajeros a los que no les gustan las capitales: a mí me encantan. Siento que condensan como ningún otro lugar la idiosincracia del país, con todo lo bueno y todo lo malo que lo caracteriza. Son como la exacerbación del modo de ser de una nación. Me encantan los pueblos también, pero creo que hay que conocer ambas caras (grandes ciudades y pueblos) para poder comenzar a entender a un país. Llegar a una ciudad nueva me genera esa sensación (excitante y desesperante a la vez) de que los días no me van a alcanzar para ver todo lo que quiero. Lo bueno de eso es que siempre quedan excusas para volver a visitarlas.

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Mi primera imagen de Lisboa fue el movimiento de la estación de autobuses. La gente subía y bajaba de los transportes con un destino claro: algunos se estarían yendo de visita a otro pueblo, otros estarían volviendo a casa. Nosotras estábamos un poco a la deriva, haciendo tiempo mientras esperábamos la respuesta de un couch al que habíamos contactado. Cuando obtuvimos el sí nos tomamos el metro hasta su casa, y cuando salimos a la superficie pensé: Esta ciudad es el escenario perfecto para una película de Woody Allen. ¿Cómo es posible que todavía no haya filmado nada acá? La casa en la que nos quedamos las primeras noches no era una casa cualquiera, era una de esas que se conocen como “La Casa del Pueblo”: antigua y con muchas habitaciones, con gente de todas partes (y por todas partes), clases de yoga y de danza gratuitas, cacerolas del tamaño de palanganas llenas de arroz, vecinos que entraban y salían, multitudes que iban de visita para ver la proyección de películas de los martes a la noche, colchones en el piso, fotos en las paredes, un baño más grande que una habitación y un suelo que crujía cada vez que alguien caminaba. Entrar ahí fue como ingresar a Lisboa por una puerta grande muy local.

  [singlepic id=6454 w=625 float=center] La vista desde la terraza de la casa

  [singlepic id=6465 w=625 float=center] El gato que me esperaba en la terraza

  [singlepic id=6466 w=625 float=center] Ropa colgando de los techos

  [singlepic id=6470 w=625 float=center] Mujeres en las ventanas

  [singlepic id=6488 w=625 float=center] Y arte callejero por todas partes

Al día siguiente salimos a caminar, a perdernos por sus callecitas. Y pasó eso que pasa de vez en cuando, cuando los planetas se alinean: todo parecía estar mágicamente vacío, como si la ciudad estuviese existiendo solamente para nosotras. Caminamos, caminamos, caminamos todo el día. Subimos, bajamos, tomamos una y otra curva, frenamos a descansar en algún banquito, usamos escaleras, dimos vueltas por ahí. Y Lisboa seguía siendo nuestra: vacía, silenciosa, tan antigua y tan romántica. Por momentos me recordaba a Praga, por momentos me recordaba a todas las ciudades coloniales que conocí en mi vida, por momentos me recordaba a un lugar en el que nunca estuve pero al que siempre quise volver. Si eso no es saudade

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Lisboa no puede ocultar su edad: es una de las ciudades más antiguas del mundo (es la más antigua de Europa Occidental) y toda su historia está impregnada en sus paredes. Algunos dicen que Lisboa es de origen griego, otros dicen que es de origen fenicio. Su nombre en latín era Ulyssippo y, según la mitología, los griegos se referían a ella como Olissipo, un nombre que derivaba de Ulises (a quien conocían como Odiseo), ya que creían que la ciudad había sido fundada por Ulises tras huir de Troya. Alrededor del siglo 2 AC el territorio pasó a formar parte de Lusitania, una provincia del Imperio Romano, y su nombre mutó a Felicitas Julia. Siglos más tarde (DC), durante las Invasiones Bárbaras, la ciudad fue ocupada por distintas tribus y, en el 585, recibió el nombre Ulishbona. En el 711 la ciudad fue ocupada por fuerzas árabes del norte de África y del Cercano Oriente, y esta es la parte de la historia que más me fascina: siento una gran atracción (inexplicable) hacia todo lo árabe (su arquitectura, su idioma, su caligrafía, su arte, su literatura, su comida, sus mercados, sus medinas, sus leyendas) y me encanta llegar a lugares donde puedo ver las huellas árabes que dejaron los hechos históricos.

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Lisboa pasó a llamarse al-ʾIšbūnah. Los musulmanes construyeron mezquitas, casas y muros, el árabe se impuso como idioma oficial y el Islam como religión, aunque cristianos y judíos podían mantener sus creencias. Luego de este paréntesis árabe, la historia siguió: Lisboa sufrió invasiones vikingas, fue reconquistada por los católicos en 1147 durante las Cruzadas, se convirtió en capital de Portugal en 1255, vivió una guerra civil, fue el punto de partida de las expediciones portuguesas a América, fue un punto de comercio estratégico y puerto de esclavos, formó parte de la Monarquía Hispánica de Felipe II y obtuvo su independencia (junto con Portugal) en 1640. En 1755 un terremoto mató a entre 60.000 y 100.000 personas; tras el desastre, la ciudad fue reconstruida por el Marqués de Pombal, quien en vez de recuperar la ciudad medieval decidió destruir lo que había sobrevivido al terremoto y reconstruyó la ciudad siguiendo las normas urbanísticas de la época.

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Me produce respeto caminar por lugares donde hay tanta historia concentrada. En esos momentos quisiera tener una máquina del tiempo y poder trasladarme a cada época para ver y entender cuáles eran los deseos, las pasiones, las vivencias, los sentimientos de la gente que caminaba por esas calles y habitaba ese espacio.

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Unos días después cambiamos de couch y nos fuimos a la casa de Marina y Patricia. La casualidad (o no) hizo que Marina nos comentara que la tienda Lomo de Lisboa estaba alquilando cámaras Lomo (analógicas) para usar durante unos días. Esa misma noche, agarré (de “casualidad” otra vez) un libro de la biblioteca de las chicas y me encontré con un texto llamado “Las 10 profecías del futuro analógico” (por Lomo). Y lo que leí me cayó en el momento justo. Les copio algunos fragmentos que me gustaron.

[quote style=”boxed”] “Our 10 Prophecies of the Analogue Future are the key to unlocking your analogue potential. You are not a robot. You are not a CPU. You are not binary. You are a human being. You are complex, reflective and emotion-full. You are surrounded by beauty and energy and change and light. Don’t ignore it. The world is a wonderful place. Explore it. Love it. Live it.”

“Rub your aching eyes and wonder why you communicate all day without really talking to anybody.”

“Let loose, embrace the uncertainty and go with the flow. You begin to rediscover the analogue world.”

“Beauty appears where you least expected it and once again you realise; it doesn’t matter so much what something looks like, but how you look at it.”

“It’s exciting to touch something, to feel it, smell it, taste it, to have something in your hands that doesn’t disappear with the click of a button. Analogue is authentic, real, immediate. And so is life.”

“It sounds as unbelievable as it’s simple; choose analogue and your whole life will change. You learn to trust your senses rather than an LCD, you poke your nose into everything, you realise that the best things in life happen spontaneously and that curiosity is the most natural thing in the world.”

“Live offline but share online.” [/quote]

 (Estos son fragmentos del original, les recomiendo leer el texto entero en la página de Lomo)

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Hace tiempo que me siento cansada de las redes sociales. Cansada de ver el mundo y de comunicarme a través de una pantalla. Cansada de la velocidad de internet. Pero es mi eterno dilema: ¿Puedo hacer un blog sin difundirlo por Facebook? ¿Tiene sentido sacar fotos y no compartirlas? ¿Alguien me leería si desaparezco de la red? Hay días en los que pienso en dedicarme solamente a escribir libros y dar el blog por terminado. Pero son épocas: si estoy escribiendo este post es porque hay algo en mí que todavía sigue acá y que quiere permanecer, aunque sea por ahora, en el mundo digital. Sin embargo, hace tiempo que estoy intentando tener una vida más analógica, pero cuesta cortar con los vicios virtuales, sobre todo cuando mi trabajo depende de internet.

   [singlepic id=6522 h=625 float=center] Habiendo tantas otras profesiones que no requieren de una computadora…

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Y cuando leí ese texto de reivindicación de lo analógico sentí nuevamente una ola de nostalgia, una saudade por lo offline, unas ganas de volver a la época en la que internet no existía y las relaciones (con otras personas, con uno mismo, con el mundo) se establecían de forma más directa y real. Sentí ganas de quedarme en los cuadernos, en las postales, en los álbums de figuritas, en las notitas escritas en papeles, en las conversaciones sin teclados, en los encuentros espontáneos, en el rollo de fotos, en las cartas y los naipes, en lo hecho a mano, en todo eso que hoy nos parece tan retro y tan obsoleto. Así que al día siguiente alquilamos una Lomo (yo una Diana Mini, Laura un Ojo de Pez) y salimos a mirar la ciudad con ojos de 35 mm.

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Caminamos, tomamos el tranvía, comimos pastel de nata, escribimos en nuestros cuadernos, disparamos fotos sin pensarlas demasiado y sin darle importancia a lo técnico. Decidimos quedarnos en Lisboa unos días más de los planeados, pero la lluvia no nos dejó hacer demasiado. Llovió dos días seguidos, llovió tanto que mis zapatillas eran piletas de natación, llovió tanto que se me mojó todo lo que llevaba en la mochila, llovió tanto que nos agarramos un paraguas roto que encontramos en el metro y además compramos otro, llovió tanto que no pudimos ver todo lo que queríamos ver. Y Lisboa nos despidió así, en ese estado lluvioso, gris, melancólico pero real. Real porque la lluvia fue algo que cayó, que existió, que pude sentir, y no algo que escuché en un noticiero o que vi en una foto. Fue la despedida adecuada de una ciudad que me ayudó a conectarme nuevamente con mi parte offline. Y ahora sé que hasta que no vuelva a visitarla seguiré teniendo saudade de ella. Pero no me queda otra que esperar, y eso es lo lindo de la vida analógica: que la espera también se disfruta.

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