“Sin dudas, el mejor invento en la historia de la humanidad es la cerveza.
Oh, les aseguro que la rueda también fue un buen invento, pero la rueda no va tan bien con la pizza”.

Dave Barry (escritor y humorista estadounidense)

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Cuando me enteré de que íbamos a estar en Munich durante el Oktoberfest me estresé. Esa ciudad era la última parada —obligada— del viaje a las raíces que estaba haciendo con mi mamá y mi papá por Hungría y Alemania: ellos tomaban el vuelo de Buenos Aires desde Munich y yo el tren a Francia el mismo día. Como el cuelgue con las fechas suele ser de familia, ninguno de los tres se había avivado de que ir a fines de septiembre equivalía a ir durante el Oktoberfest, el festival de la cerveza más grande del mundo.

Unos días antes de viajar a Munich empezamos a buscar alojamiento, como habíamos hecho durante las tres semanas de viaje sin problemas, y vimos que todo estaba repleto y que lo disponible era carísimo. Pero carísimo a un punto que me indignaba: “No puede ser que tres noches de alojamiento en un hotel te cuesten arriba de mil euros, no puede ser que una cama en un dormitorio compartido de un hostel te cueste cien euros la noche, estamos todos locos”. Me parecía desorbitado. Y ahí nos dimos cuenta de que era porque el festival con nombre de octubre empezaba en septiembre. Bienvenidos a Munich durante el Oktoberfest: la ciudad de un millón y medio de personas que recibe a siete millones de visitantes y que triplica sus precios durante dieciséis días al año. Mis ganas de conocerla iban disminuyendo de manera directamente proporcional al aumento de sus precios.

Después de pasar varios días entre casitas de este estilo, no quería cambiar el campo por la ciudad.

Después de pasar varios días entre casitas de este estilo, no quería cambiar el campo por la ciudad.

El viaje por Hungría y Alemania había sido tranquilo y, dentro de todo, barato. Nos habíamos alojado en panzios, las pensiones húngaras, y habíamos descubierto lo más parecido al Couchsurfing (aunque pago): el alquiler de habitaciones en casas de gente local. Como familia queríamos un poco más de privacidad, y alquilar un cuarto era una opción más barata que un hotel y a la vez nos permitía entrar en contacto con la gente del lugar. Un día antes de viajar a Munich encontramos, a través de una de estas webs de alquileres, a un estudiante que alquilaba su cuarto a buen precio. No estaba en el centro y era mini, pero por lo menos tendríamos donde dormir. Había un boom de ofertas: todos querían aprovechar la llegada de gente para el Oktoberfest y hacerse unos euros extra.

Yo pensaba que solo me esperaba esto (que no está mal si uno va con ganas de tomar buena cerveza)...

Yo pensaba que solo me esperaba esto (que no está mal si uno va con ganas de tomar buena cerveza)…

Munich era un destino al que yo no tenía muchas ganas de ir pero por el que tendríamos que pasar sí o sí. Era como un viaje no deseado. A mí no me interesaba ni la ciudad ni el festival, todo culpa de mis prejuicios, mi desinformación y mi cansancio:
como Munich es una de las ciudades con mejor calidad de vida del mundo, me la imaginé aburrida y llena de edificios con logos de empresas;
como el Oktoberfest es uno de los festivales más populares del mundo, me lo imaginé caro, repleto y caótico;
como estaba viajando hace un año y ya deseaba de frenar, lo único que quería era disfrutar esos últimos días con mi familia sin estrés ni amontonamientos.

Al final Munich no podía ser más linda.

Al final Munich no podía ser más linda.

Cuando llegamos a Munich casi le pido perdón por no haberla querido conocer. Como nuestro alojamiento estaba en la otra punta, tuvimos que atravesarla, y durante el trayecto no paré de repetir, con la frente pegada a la ventana: “No puedo creer lo linda que es esta ciudad”. Las casas bajas de colores, una al lado de otra, en fila ordenada, me hacían pensar en Londres. Los espacios verdes, las lagunas, los árboles, las veredas limpias me hacían pensar en Vancouver. Munich es la tercera ciudad más grande de Alemania, es la capital de la Baviera y es un centro cultural, artístico y científico. Y saber que una de las ciudades con mejor calidad de vida tiene un montón de color, tiene bosques en el medio y no está repleta de edificios, me reconfortó. No era como me la imaginaba.

Era mil veces más linda.

Era mil veces más linda.

Cuando llegamos era domingo al mediodía y había mucha gente andando en bicicleta y familias vestidas con la ropa tradicional de Baviera: ellos con el Lederhosen y ellas con el Dirndl. Todos caminaban en una misma dirección: grandes, chicos, grupos de amigos y parejas iban, me enteré después, al Theresienwiese, el lugar donde se estaba celebrando la apertura del Oktoberfest. Ahí empecé a dudar: ¿Y si voy? Por algo estoy acá en esta fecha, además la cerveza me encanta y quién sabe cuándo volveré… Pero teníamos menos de dos días en la ciudad y mucho para ver.

Esa tarde recorrimos el centro y sacamos fotos desde los miradores. Caminamos por el Marienplatz, el centro de la ciudad desde 1158, y por el resto del centro histórico. Yo estaba impactada por la aquitectura, los detalles, los colores, las figuras talladas, las curvas, la mezcla de estilos, las terminaciones. La ciudad había sido bombardeada y destruida en parte durante la guerra, y luego reconstruida respetando su estilo. Mi mamá, que es arquitecta y pintora, también estaba disfrutando de las construcciones. Y en un momento me dijo, casi al pasar: “Está igual que cuando estuve acá hace treinta años…”, y yo: “Qué, cómo que ya estuviste acá, y por qué no me contaste nada”. A ella le encanta sacar estos ases de la manga, como cuando me dijo, unas semanas antes en Budapest, que ella nunca había conocido Hungría (y eso que es húngara de nacionalidad).

Por las calles, y miradores, de Munich

Por las calles, y miradores, de Munich

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Se largó a llover, algo normal en esa ciudad tan cercana a los Alpes. Lo bueno de viajar con una madre es que siempre llevan paraguas, así que lo abrimos y seguimos paseando hasta que se hizo de noche.

Al día siguiente me encontré con V., una amiga argentina que había conocido en Budapest y que estaba viviendo por dos meses en Munich. Ella había ido al Oktoberfest el día anterior.

—Ani, tenés que ir.
—No sé, no me gustan los amontonamientos de gente. Además me dijeron que si no vas temprano no podés entrar a los jardines cerveceros, y seguro que todo es carísimo.
—La entrada es gratis.
—Ah… ¿enserio?
—Sí, pero más allá de eso, tenés que ir, es una experiencia única, aprovechá que estás acá.
—Bueno, vamos.

Al final no fue tan difícil convencerme.

Y cuando llegamos también estuve a punto de pedirle perdón al Oktoberfest por no haber querido conocerlo. Tampoco era como me lo imaginaba.

Bienvenidos al Oktoberfest

Era mil veces más divertido.

Una feria de juegos

Bienvenidos al Oktoberfest: una feria de juegos

Muy retro, en mi opinión

Muy retro, en mi opinión

Primera sorpresa: el Oktoberfest es una feria de juegos retro donde también se toma cerveza. Hay montañas rusas, autitos chocadores, atracciones de circo, osos de peluche gigantes, algodones de azúcar, choclo caliente.

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Segunda sorpresa: la gente va vestida con la ropa tradicional bavaria, así que es como estar dentro de una película alemana.

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Tercera sorpresa: como era lunes, no había tanta gente y se podía caminar bien.

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Cuarta sorpresa: la cerveza que se sirve en el Oktoberfest tiene que cumplir “la ley de pureza de Baviera” y tiene que ser elaborada dentro de Munich. Por eso hay solo seis fábricas que venden su producto en este festival.

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Quinta sorpresa: los precios no son taaan altos (un vaso de un litro de cerveza cuesta €10, medio pollo €10, un choclo con manteca €3, las entradas a los juegos entre €2 y €8. En términos europeos, no es tan terrible).

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Sexta sorpresa: los patios cerveceros son de los lugares con más buena onda que conocí.

Un patio cervecero

Un patio cervecero

El Oktoberfest nació en 1810 en honor al matrimonio entre el Príncipe Ludwig de Baviera y la Princesa Therese de Saxe-Hildburghausen. Los ciudadanos de Munich fueron invitados a celebrar el casamiento en el Theresienwiese, un espacio abierto frente a las puertas de la ciudad, el mismo donde se celebra el festival hoy. Hubo carreras de caballos y la gente asistió vestida con su ropa típica. Al año siguiente, al evento se le sumó un show de agricultura, en 1850 se hizo el primer desfile, en 1882 aparecieron los primeros puestos de venta de salchichas y en 1892 se empezó a servir cerveza. A fines del siglo 19 aparecieron los patios cerveceros y la música en vivo, y ahora, cada año, se sirven más de seis millones de litros de cerveza.

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V y yo nos subimos a algunos juegos. A los pedorros, según yo, porque a ella le daba miedo subirse a las montañas rusas, y esos pedorros terminaron provocándonos carcajadas del miedo. Espero que este carrito no se vaya a la mierda, decíamos mientras llorábamos de risa. Todo bien con los juegos de feria, pero dejame que desconfíe de las vías que se arman y se desarman cada año. Así y todo, fue espectacular.

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Nos subimos a este, que no tiene rulos como las montañas rusas, pero en cada curva daba miedo.

Decidimos terminar el día en una de las carpas que hacía de patio cervecero. Buscamos dos huecos y nos sentamos en una mesa larguísima, junto con cientos de personas que estaban tomando cerveza. El vaso de litro que pedimos era tan pesado que costaba levantarlo con una mano: admiro a las alemanas que levantan ocho de esos vasos como si nada y los llevan de mesa en mesa. Alrededor nuestro, la gente hablaba, gritaba, cantaba, brindaba. Era como estar en un bar comunitario gigante donde todos éramos amigos. Cada vez que tocaba la banda, algunos se subían a la mesa, otros bailaban, otros intentaban cantar al unísono y todos brindábamos con los que tuviéramos cerca. Ojalá todos los bares fuesen así.

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A la vuelta vimos algunos borrachos que se tambaleaban mientras volvían a sus casas, pero nada fuera de lo común. V y yo nos despedimos y prometimos reencontrarnos en Buenos Aires. Caminé un rato sola antes de volver al departamento. Me di cuenta de que ya era veintidós de septiembre: se me había terminado el verano europeo y, a la vez, en Argentina había empezado la primavera. Así que el mundo estaba en primaotoño, mis dos estaciones preferidas. A la mañana siguiente tenía que tomar el tren a Francia y me había quedado mucho de Munich por ver, pero estaba contenta: ese viaje no deseado se había convertido en la despedida perfecta. Despedida de mi familia, despedida del verano y despedida de mis viajes, por un tiempo. A veces uno no elige a los lugares, sino que los lugares lo eligen a uno. Yo no quería ir al Oktoberfest, pero tenía que ir igual. Munich sabrá por qué.