1. Que va de un lugar a otro sin establecer una residencia fija.
2. Propio de los nómadas. Cultura nómada.
3. Que está en constante viaje o desplazamiento. Familia nómada.

Mohamed tiene 22 años y vive en el pequeño pueblo de Merzouga, en una casa de adobe construida por su familia. Viste un djelaba azul que le hizo su abuela —y que antes perteneció a su papá—, usa un turbante —a veces negro, a veces azul, a veces blanco— de siete metros de largo y habla perfecto español. Tan perfecto, que si un día se le ocurriera decir que en realidad es un español vestido de marroquí, nadie se sorprendería. Pero no, Moha es bereber —una etnia autóctona del Magreb— y nació en Erg Chebbi, uno de los erg (región arenosa) del Sahara que tiene Marruecos, una zona de dunas que ocupa 22 kilómetros de norte a sur y 5 kilómetros de este a oeste. Moha nació en medio del desierto y vivió como nómada hasta los diez años, cuando su familia —en aquel entonces: madre, padre, abuela y dos hermanas— decidió vender sus cien dromedarios y establecerse en Merzouga, sobre la tierra marrón, a pocos metros de la entrada a las montañas de arena que oficiaron de hogar durante su infancia.

[singlepic id=4277 w=800 float=center] Las dunas de Erg Chebbi, donde nació

[singlepic id=4170 w=800 float=center] Merzouga, el pueblo donde vive hoy

[singlepic id=4223 w=800 float=center] La zona donde lo conocimos, en un alojamiento entremedio de Hassi Labiad y Merzouga

Moha trabaja con turistas desde los 14 años. Y es que Erg Chebbi es una de las regiones más visitadas del país, y en Merzouga y Hassi Labiad —los dos pueblitos más cercanos, donde están los lugares para alojarse— casi todos viven del turismo. Actualmente, Moha trabaja en un albergue y tiene a su cargo el cuidado de tres dromedarios. Además, cuando algún viajero quiere aventurarse a las dunas, él hace de guía: no hay sector del desierto que no conozca de memoria. Además de bereber, árabe y español, habla perfecto francés e inglés y algunas palabras de japonés, alemán e italiano. Mientras vivió en el desierto no fue a la escuela: todo lo que necesitaba saber para sobrevivir lo aprendió en su casa. De niño aprendió a cuidar a los dromedarios y a las cabras, aprendió dónde encontrar el agua que el desierto oculta, aprendió a orientarse mirando las formas de las dunas, aprendió todas las constelaciones que se ven en el cielo, aprendió a predecir una tormenta de arena y a sobrevivir a ellas, aprendió a tocar los tambores y a hacer música.

Luego, cuando su familia dejó de ser nómada y se estableció en un lugar definitivo, fue cuatro años al colegio, pero sintió que no aprendía nada y lo dejó. Todos los idiomas que habla los aprendió por el contacto con los turistas. No usó libros ni audioguías: el contacto humano fue su mejor escuela. “Tú no sabes las ganas que yo tenía de aprender español. Es un idioma que me gusta muchísimo. Cada vez que conocía a alguien que hablara español le pedía que me enseñara palabras y las recordaba”, me cuenta, y no puedo evitar sentir admiración hacia la facilidad que demuestra hacia el aprendizaje de distintas lenguas. Empezó a aprender español a los 14, y su memoria infalible lo ayudó mucho. Cada vez que él me enseña una palabra en bereber —como por ejemplo tafuid, que significa sol, o itran, que significa estrellas—, yo la apunto en mi cuaderno y me la olvido a los pocos minutos. Cada vez que yo le enseño una palabra en español, él la guarda en su cabeza y la utiliza pocos minutos después.

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[singlepic id=4241 w=800 float=center] Moha y sus dromedarios

[singlepic id=4233 w=800 float=center] Encuentro cercano

Andi y yo pasamos once noches en Merzouga y Hassi Labiad, dos de ellas en casa de Moha. Y por “casa” me refiero al desierto. Moha está feliz de ser nuestro guía: “Yo prefiero dormir en el desierto que quedarme en el pueblo”, me dice un domingo, mientras prepara los dromedarios para salir por la tarde. Partimos del pueblo a las tres y media, cuando el sol está alto y las dunas, a lo lejos, todavía se ven amarillas. Somos seis: dos viajeros eslovenos, Moha, otro Moha —el guía de los eslovenos, un bereber de 18 años—, Andi y yo. Nos subimos uno a cada dromedario —que, a diferencia del camello, solamente tiene una joroba y es oriundo del norte de África — y formamos dos pequeñas caravanas, con los dos Mohas como líderes. Durante dos horas, los dromedarios avanzan despacio —como es regla en el desierto— y mientras sus patas se hunden suavemente yo leo todo lo que está escrito en la arena. Con sólo observarla es posible saber quién pasó antes por allí: las huellas de zapatos con suelas enrevesadas indican que un grupo de turistas pasó caminando, las marcas de llantas gritan que una 4×4 hizo hecho su recorrido por esa zona, las patitas pequeñas son de los zorros del desierto y las rayitas las dejan los escarabajos. Nuestros guías siguen las huellas redondas, las marcas de otros dromedarios que ya abrieron el camino.

[singlepic id=4242 w=800 float=center] Moha guiando la caravana

[singlepic id=4240 w=800 float=center] El otro Moha con su dromedario

[singlepic id=4169 w=800 float=center] Así nos veríamos a lo lejos, aunque con un dromedario más…

[singlepic id=4208 w=800 float=center] Patitas de escarabajo marcadas en la arena

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Finalmente llegamos a un pequeño oasis —sin agua, pero con vegetación y refugiado entre las dunas—: ahí nos esperan las jaimas (carpas típicas de los nómadas) que serán nuestro hogar por las dos noches siguientes. Aprovechamos los últimos minutos de sol, esos en los que las dunas mutan de amarillo a naranja a rojo en pocos instantes, para sacar fotos y mirar el atardecer en la inmensidad del desierto. A esa hora, por la posición del sol, el desierto se convierte en una gran sábana arrugada, con pliegues y claroscuros, y uno se da cuenta de que está en medio de uno de los paisajes más irreales de este planeta. Una montaña de arena de 150 metros de altura no es algo que se vea todos los días… Cuando se hace de noche repetimos el ritual más extendido de Marruecos: tomamos el té (al que todos llaman con orgullo “whisky bereber”, aunque no contenga alcohol). Luego compartimos un tajine de pollo y verduras y nos acostamos boca arriba en colchones a la intemperie a mirar, durante horas, “la televisión bereber”: las estrellas.

[singlepic id=4276 w=800 float=center] Últimos minutos de sol.

[singlepic id=4249 w=800 float=center] Las jaimas (carpas bereberes) en las que dormimos ambas noches

[singlepic id=4250 w=800 float=center] Tomando el té en el desierto

[singlepic id=4251 h=800 float=center] Se viene la noche…

[singlepic id=4252 h=800 float=center] … y son necesarias las velas.

El cielo nocturno del desierto es envolvente. No es que nosotros estamos abajo y el cielo está arriba, no: el horizonte está repleto de estrellas, lo que indica que el cielo también está a nuestros costados, cual domo circular que cubre la tierra. Nunca me sentí tan ínfima como en este colchón en medio de la arena. Mientras observo las miles —porque en el desierto son miles— de estrellas sobre mi cabeza, siento por primera vez que estoy mirando a través de nuestro propio planeta: estoy mirando, cara a cara, al Universo. Esas estrellas —las fugaces, las rojas, las más brillantes, las más débiles, las que formaban cruces y carretas— me están diciendo: “Acá afuera hay mucho más, el mundo no termina en la Tierra”. En la Tierra, más que terminar, el Universo recién empieza. Nos quedamos ahí horas y horas. El silencio es tan espeso que llego a preguntarme si me quedé sorda. Finalmente el frío del desierto comienza a atravesarnos la ropa y tenemos que refugiarnos en las jaimas. No sé qué hora era. En el desierto los relojes y los calendarios no tienen demasiada utilidad.

[singlepic id=4261 w=800 float=center] El Desierto Negro, donde también habitan familias nómadas

[singlepic id=4263 w=800 float=center] Así son sus casas, construidas con todo lo que encuentran

[singlepic id=4267 w=800 float=center] Nótese el detalle del juguete…

[singlepic id=4281 w=800 float=center] Nos sentamos en una de ellas a tomar el té con una de las familias… (Foto by Andi)

Al día siguiente dejamos todo en las jaimas y nos vamos caminando a conocer otro sector del desierto: la hamada o Desierto Negro. La hamada es un paisaje desértico pedregoso, árido, polvoriento, con muchas rocas y sin arena. En verano, una hamada puede alcanzar temperaturas de hasta 60ºC: es lo más cercano al infierno en la Tierra. En el Desierto Negro de Marruecos viven varias familias nómadas, y Moha, alguna vez, también vivió ahí. “La vida en el desierto es muy dura pero muy feliz”, nos asegura Moha mientras descansamos bajo la sombra de un árbol y tomamos otro té. “Aquí no hay prisa, vivimos tranquilos, sin problemas en la cabeza, sin estrés. Nos saludamos unos a otros, cuando comemos sentimos que comemos, no pensamos en otras cosas. Aquí el que quiere trabaja y el que no, no”, explica. Sin embargo, la concepción de “trabajo” del desierto es distinta a la de la ciudad. En el desierto, aunque Moha diga que no, todos trabajan. Lo que pasa es que el objetivo es otro: trabajar para adaptarse a un medio hostil, para sobrevivir día a día con pocos recursos, y no para obtener dinero para el futuro. En el desierto todo ocurre ahora, solamente importa el hoy.

 [singlepic id=4280 w=800 float=center] En homenaje a mis amigos de Proyecto Calco :)

Moha nos cuenta acerca de su infancia como nómada. Él y su familia se quedaban varias semanas —a veces meses, pero nunca años— en el mismo sitio, en oasis o llanuras donde hubiese agua y comida para los animales. En otras épocas, recuerda, solamente tenían dátiles, leche de dromedario y pan. No había verduras, carnes, ni té. Las mujeres caminaban 5 kilómetros todos los días en busca de agua, los niños se dedicaban a cuidar a los animales (un trabajo no menor, ya que una familia puede llegar a tener 200 dromedarios, 300 cabras y varias ovejas y burros) y los hombres recolectaban la madera. Cuando el lugar ya no podía darles nada más, desarmaban las jaimas, levantaban campamento y se iban en caravana hacia otro sector del desierto. “Nunca estamos tristes ni aburridos”, me asegura. “Vivimos a otro ritmo”.

[singlepic id=4211 w=800 float=center] Los dromedarios, los mejores amigos del hombre del desierto…

[singlepic id=4257 w=800 float=center] Constantemente se ven caravanas yendo de un lugar a otro.

[singlepic id=4271 w=800 float=center] Y nuestras sombras en alguna duna.

Volvemos del Desierto Negro a las jaimas antes de que se haga de noche. Tomamos el té, cenamos couscous y pasamos —otra vez— horas mirando las estrellas. A la mañana siguiente vemos el amanecer y regresamos al pueblo en los dromedarios. Volvemos a la velocidad de los relojes, de las fechas, de las computadoras, de internet, de las redes sociales, mientras Moha continúa con su vida de siempre: cuida a los dromedarios, conoce extranjeros, aprende idiomas nuevos, trabaja en el albergue, pasa momentos con su familia y sus amigos. Cada vez que nos cruzamos con él y le preguntamos cómo está, nos responde: “Muy bien, ¡como siempre!”. Cada vez que nos ve apurados por algo, nos recuerda el lema del desierto: “Despacio, amigos. La prisa mata”. Y esa frase genera algo en mí, me sacude, me pone en pausa, me hace darme cuenta de que la vida no siempre tiene que ser vivida con tanta velocidad y urgencia, que la lentitud también es válida, que ser capaz de vivir al ritmo de la Naturaleza, con menos necesidades, es algo admirable.

[singlepic id=4162 h=800 float=center] El desierto y yo (me siento muy bien acá…)

[singlepic id=4212 w=800 float=center] Las mujeres no se dejan fotografiar, pero siempre saludan con un “bonjour” o “salam”

[singlepic id=4214 w=800 float=center] Esta es la clásica pose de la gente del desierto :)

Y después de estos días en el desierto no puedo parar de pensar en esa palabra, no puedo evitar la comparación. “Nómada conoce a nómada”. Estamos bajo la misma entrada del diccionario y somos muy distintos, pero compartimos una misma esencia: la del movimiento, la de la búsqueda, la de la adaptación. Él (ellos: los bereberes del desierto) se mueve(n) de un lugar a otro en busca de alimento, de agua, de refugio, de sombra. Yo (nosotros: los viajeros) me muevo (nos movemos) de un lugar a otro en busca de paisajes, de historias, de experiencias, de conocimiento, pero también en busca de comida, de techo, de hogares. Y yo me muevo, más que nada, en busca de personas. En este movimiento constante conozco a muchos otros nómadas (viajeros) en el camino… y a veces tengo tanta suerte que llego a un lugar mágico, como Erg Chebbi, y también me encuentro con nómadas (pero los del desierto) y aprendo, gracias a ellos, que en este mundo no existe “una manera de vivir” que sea la correcta, sino que todas son válidas y que, por más que estemos inmersos en “la modernidad”, la lentitud también es necesaria.

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[singlepic id=4219 w=800 float=center] Dibujito by Moha. Cosmovisión nómada en una hoja de mi cuaderno…

[box border=”full”] Info útil para visitar Erg Chebbi (Marruecos) :

  • Cambio (marzo 2012): € 1 = 11 dirham
  • Para visitar las dunas de Erg Chebbi lo mejor es alojarse en uno de sus dos pueblos más cercanos: Merzouga o Hassi Labiad. Ambos tienen varias opciones de alojamiento de distintos precios, casi todos con media pensión o pensión completa. Por media pensión (habitación + desayuno + cena) van a pagar, como mínimo, entre 120 y 150 dirham por persona (12 a 15 €). Una habitación para dos personas (sin comida) cuesta 100 dirham (5 € cada uno).
  •  Los buses desde otras ciudades llegan a Rissani, a unos 30 km de Merzouga y Hassi Labiad. Desde ahí hay que tomar una 4×4 (taxi) hasta cualquiera de los dos pueblos. El trayecto cuesta 10 dirham. Muchos conductores de taxis intentarán llevarlos a los hoteles donde les darán comisión: si no tienen nada reservado, pueden ir y ver qué les parece (y regatear). Si no deben especificar de antemano a qué hotel van para que no los lleven a alguno que quede alejado de los pueblos y luego tengan que ir caminando.
  • Les recomiendo ir al desierto en invierno (diciembre – marzo) ya que es temporada baja y no hace tanto calor. De día se puede andar con poca ropa, pero de noche hay que abrigarse.
  • Si hacen Couchsurfing, en Hassi Labiad y Merzouga hay muchos. Investiguen.
  • Les recomiendo encarecidamente (o mejor dicho: les obligo) que vayan al desierto en dromedario y pasen por lo menos dos noches ahí, durmiendo en las jaimas. Es una experiencia única. Todos los hoteles y posadas organizan las visitas al desierto y cobran entre 20 y 40 € por día por persona (con comida incluida).[/box]