[box type=”star”]Quedarme quieta en un solo lugar me permite hacer cosas que de viaje me resultan difíciles o imposibles. Como anotarme en la pileta e ir a nadar dos veces por semana. O tener mi propia cocina y guardar cosas en las alacenas. O usar el buzón sin miedo. Frenar en medio de un viaje largo me parece cada vez más necesario: me permite disfrutar los placeres de la rutina estática. Mi vida en Biarritz es tranquila, y a veces tiene episodios como este. Viene con ilustración en marcadores de Anikó Szabó, mi mamá.[/box]

Ilustración: Anikó Szabó (mi mamá)

Ilustración: Anikó Szabó

 

Mi sueño siempre fue ser la Sirenita. El único objetivo de mis viajes era llegar al mar, así que ahora estoy esperando a hacer el proceso inverso al de Ariel. Quiero que las piernas se me conviertan en cola de pescado. Quiero irme a vivir al fondo del mar y pasarme la vida cantando y peinándome con un tenedor.

Hace unos meses, en el taller de narrativa, Pedro nos pidió que escribiéramos un texto acerca de las cosas que no nos gusta hacer. El mío hablaba de la natación. Me encanta nadar, es mi deporte preferido, el único que más o menos me sale bien y el que hago casi desde antes de caminar. El cloro es mi olor a infancia. Cada vez que me meto en el agua siento que es mi hábitat, y si pudiera recorrer el mundo nadando, lo haría. Lo que odio es el ritual de la natación, todos esos pasos previos y posteriores que implica ir a nadar a una pileta cerrada:
primero, encontrar una que te quede más o menos cerca porque si está a más de quince cuadras vas dos veces y nunca más,
inscribirte y tomar la decisión de empezar,
armar un bolso para desarmarlo diez minutos después,
vestirte de aquaman,
ir,
ducharte,
nadar,
salir,
ducharte otra vez,
vestirte,
peinarte,
volver,
llegar a casa,
desarmar el bolso,
enjuagar las cosas,
colgarlas.
Me canso hasta de enumerar todo esto.

En la mochila que armé cuando salí de Buenos Aires en octubre del año pasado agregué una bolsita nueva con las antiparras, la malla entera y la gorra. Por si acaso, para obligarme a ir a nadar en cada ciudad en la que encontrase una pileta pública. Después de tres o cuatro ciudades, la bolsita pasó a formar parte del agujero negro de la mochila donde se acumulan esas cosas que uno no ve ni necesita. Hasta que me instalé en Biarritz y descubrí que frente a la playa hay una piscine municipale, a trece minutos caminando de mi casa.

La natación tomó la decisión de que yo empiece, porque si bien amo este deporte tengo que sentir la necesidad física de practicarlo, es imposible que vaya dos o tres veces por semana solo por placer. Y como me la paso sentada en el escritorio en este período de retiro creativo, mi espalda me lo estaba pidiendo. Así que preparé el bolso, me puse la malla y me fui a la pileta.

Biarritz me parece una de las ciudades más lindas que conozco, y cada vez que salgo a caminarla me gusta más: tiene casas bajas con las ventanas y las puertas pintadas del mismo color, chimeneas que me recuerdan a París, la rue Gambetta que me hace pensar en Maradona, hoteles enormes que pasan desapercibidos gracias a las construcciones vascas, el olor a pan que sale de la pâtisserie, las hortensias ahora marchitas, las calles que suben y bajan, el mar.

Hice el camino ansiosa por llegar al agua, pero en la puerta de la pileta me recibió un cartel rojo: FERMÉ. Cerrado. Miré los horarios e intenté retenerlos pero eran imposibles, algo así como lunes de once y media a cinco y media, miércoles de once y media a tres, viernes de once y media a dos y media y después de tres y media a ocho y diez y así. Por culpa de la confusión, siempre fui en los momentos equivocados: “Cerrado al público por vacaciones escolares”, “Cerrado al público por prácticas del equipo nacional de natación”, “Cerrado al público porque se nos canta”. Será que esta pileta abre alguna vez.

Hasta que por fin un día le acerté al horario y pude entrar. No era el club más exclusivo de Biarritz, era un lugar como otros, con una pileta olímpica de agua salada, una pileta para chicos, un hammam y un jacuzzi con vista al mar. Cuando me acerqué a la caja para comprar el pase de diez le pregunté a la chica si hablaba español. Me dijo que un poquito. Todavía no me animo a hablar francés, me da vergüenza lo argentinizado que pronuncio. Como estamos al lado de España, mucha gente habla castellano. Me dijo que los lockers se cerraban con monedas y me preguntó si necesitaba cincuenta sentimientos para poder usarlo. Sí, por favor.

Antes de entrar a la pileta leí las instrucciones pegadas en la pared. Casi todos los horarios son de pileta libre y los andariveles se dividen en:
1) nadadores lentos,
2) nadadores rápidos,
3) nadadores intermedios o con patas de rana y
4-5) libre.

Entré al 4-5. Era viernes a última hora y la pileta estaba llena. En ese andarivel, que es el doble de grande, había nenes tirándose de bomba sincronizada, madres nadando con sus bebés y ninguna lógica en el desplazamiento de los demás. Una mujer le clavó la tabla en la cabeza a uno mientras le pateaba la cara a otro. Una señora flotaba y se movía por el agua haciendo el pasito de Thriller. Salí en menos de cinco minutos.

Me pasé al 2. Pensé que haber entrenado y competido durante cinco años me alcanzaba para integrarme al ritmo de los rápidos. Duré menos que en el otro. Decidí irme cuando uno que nadaba mariposa me pasó por encima.

Fui al andarivel 1 y al principio me sentí bien, pero después de unos minutos me empecé a chocar con las piernas de las señoras que iban adelante, que circulaban con tablas y sin apuro. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que el andarivel 3 no era solo para las patas de rana, sino también para nadadores intermedios como yo. Así que me pasé.

Nadar pileta libre es aburridísimo. No hay reloj más lento que el de las piletas. A veces, incluso, parece que va para el otro lado. Diez piletas y no pasaron más de cinco minutos, dieciocho idas y vueltas son diez minutos, otras veintidós sin mirar la hora, creyendo que así va a pasar más rápido, y diez minutos otra vez. Nadar una hora es imposible. Lo consigo cuando entro en ritmo y dejo de pensar en el tiempo, y en ese momento empiezo a preguntarme dónde habrá quedado la radio sumergible que tuve durante los noventa que tan bien me vendría para escuchar francés mientras nado. También podría ir con una amiga, pero nadar de a dos es una mentira: en natación siempre estás solo.

El ida y vuelta me genera pensamientos circulares. Voy para allá y pienso en un tema, doy la vuelta, me reseteo y pienso en otro, voy para allá otra vez y mi cabeza retoma el tema anterior, vuelvo y paso al otro, pienso, por ejemplo, en cosas que tendría que haber en las piletas para entretenerse:
una pantalla de cine en el fondo,
un kindle incorporado a las antiparras,
música ambiente que se escuche abajo y no solo cuando salgo a respirar,
cuadernos sumergibles,
google glass.
También hago un sondeo de gorras:
muchas negras,
algunas verdes,
una roja,
dos blancas, conmigo.

Esa tarde, en el andarivel 3 empezaron a pasar cosas raras. Iba por la pileta número cuarenta y dos cuando me crucé al sireno. Nadaba de costado, con el cuerpo recto, un hombro apuntando al fondo y el otro sobresaliendo del agua, tenía la cabeza afuera, un brazo estirado tipo Superman, llevaba una tabla, movía las patas de rana al unísono, avanzaba ondulándose. Cada vez que lo veía pasar me atragantaba de risa. En las piletas los personajes se repiten como si fuesen extras, en cada ida y vuelta te cruzás a los mismos: el de gorra verde, el que va en slip, la chica en bikini, la japonesa, el del tapón en la nariz y atrás, casi agarrado de su pie, el sireno con la mano estirada y la patada doble, flameando como si fuese una bandera. Nadan en loop.

Los andariveles se van llenando y vaciando sin mucha lógica, así que cuando el andarivel 3 se llenó de patas de rana me pasé al 1. Estando en el agua, los nadadores aparecen y desaparecen, nunca los ves en los bordes, nunca entran ni salen. Así llegó el señor de gorra roja. Avanzaba parado, corría dentro del agua en cámara lenta, dando patadas sin tocar el piso. Lo quise pasar y avancé para ponerme al lado, pero las antiparras empañadas y la miopía no me avisaron que venía otro de frente. Cuando apareció el segundo sireno concluí que ese debía ser el estilo francés. Y salí de la pileta porque ya estaba cansada.

Afuera el mar estaba violento. Había bandera roja. Volví caminando a casa con ingravidez y cansancio. Y me di cuenta de que acá, por ahora, disfruto el ritual de la pileta. Voy a ir a nadar todas las veces que pueda hasta que empiece a sirenizarme. Y cuando eso pase, al mar y chau, no me ven más la cara.