9 pm: La feria

El viernes pasado nos fuimos de paseo a la feria de Yogyakarta.

Una de esas ferias de pueblo, de película, con algodones de azúcar, casa embrujada, rueda de la fortuna y un samba con tracción a sangre.

Y eso que Yogyakarta no es lo que se dice “un pueblito”, pero este carnaval me hizo sentir metida en un universo paralelo bizarro.

Estos lugares siempre me parecieron entre surreales y tétricos.

Éramos cuatro: Aji (mi novio), su amigo Bobby, su novia Nita y yo, la bule.

Porque por más esfuerzo que haga, mientras sea blanca, rubia y/o extranjera, en Indonesia jamás dejaré de ser una bule.

Estacionamos las motos en medio del caos de Alon-Alon, parque donde se estableció este carnaval por un mes, y entramos. 3000 rupias cada uno (35 centavos de dólar).

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— ¡Onde-onde! Lo veo de lejos y me emociono.

Onde-onde es mi snack indonesio preferido, una pelotita con semillas de sésamo, hecho a base de no tengo idea qué, pero muy rico. Mientras frenamos en el puestito a comprar algunos, analizo la comida que ofrecen.

Gorengan (frituras como tofú frito o banana frita), martabak (un símil panqueque con distintos rellenos dulces o salados), telor (huevo que te preparan al gusto en el momento) y el tan difícil de conseguir y celestial onde-onde.

Seguimos caminando en dirección a la rueda de la fortuna y juro que dejo de escuchar lo que me hablan. Estoy embobada con los colores, la música, las calesitas, los globos, los autitos chocadores, el castillo inflable, los puestos de venta de helado y de algodón de azúcar, las luces, los cientos de objetos inservibles a la venta, las falsas muñecas Barbie, los colgantes de lata, los anillos, la gente sentada en el piso vendiendo figuritas para las motos, las mujeres cocinando sate (brochette de pollo o carne) en una mini fogata, los hombres pidiendo monedas con el sombrero.

Varias veces tienen que agarrarme del brazo para que no me choque con ningún poste ni me choque a algún vendedor.

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Frenamos frente a la versión local del “samba”, que por la cantidad de gente esperando parece ser el juego más popular de la noche. La diferencia con el samba argentino es que éste se encuentra más abajo en la escala evolutiva de sambas ya que no funciona con un motor sino gracias a cuatro indonesios que se dedican a hacerlo dar vueltas a pulmón. Se agarran de donde pueden y corren en círculos para que gire como una calesita. Y después, cuando ya ganaron velocidad, el exhibicionismo: se cuelgan de los caños con los pies o se suben al techo y siguen dando vueltas cual monos.

—Los indonesios están todos locos, le digo a Aji por vez número uno de la noche.

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Más tarde entramos a ver un show de motos de esos que les gustan a los hombres.

Nos asomamos por la boca de un pozo de unos 6 metros de profundidad para ver cómo dos indonesios dan vueltas por la pared interna del pozo en moto y en bicicleta. Exhibicionistas otras vez: el de la moto desafía la gravedad parado sobre el asiento o andando sin usar las manos y el de la bicicleta… simplemente está andando en bicicleta horizontalmente por una pared redonda sin caerse.

Insólito.

— Los indonesios están todos locos, le digo unas quince veces a Aji mientras me alejo de la boca del pozo por miedo a que la moto descarrile y salga volando hacia el público.

Mientras tanto veo que un indonesio se divierte sacando fotos de mi cara de susto.

Voy a empezar a cobrar por derecho de imagen.

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Los chicos me invitan a comer es goreng (literalmente, “hielo frito”), que en realidad no es lo que uno se imagina sino un helado bañado en chocolate caliente. MUY recomendable y por la módica suma de 1000 rupias (15 centavos de dólar).

Damos algunas vueltas más y nos vamos porque ya están cerrando. Un conductor de becak (bicitaxi) me ve y me dice:

— Miss, helicopter!

Me río. ¿Creerán que soy la reina de Java o qué? Lo gracioso de los indonesios es que si me ven acompañada de gente local, me miran bastante pero no se animan a decirme nada. Pero apenas Aji se distrae, atacan. En la feria un hombre me pasó al lado y me susurró un hello al oído intentando ser seductor, pero a mí me hizo reír. Y cada vez que voy sola por la calle, escucho de todo: desde mister mister hasta I love you.

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11.30 pm: Hamburguesas

Nos vamos los cuatro a comer hamburguesas a Big Burguer, como si en Buenos Aires fuésemos a comer un chori a la costanera.

A pesar de que entiendo cada vez más indonesio, todavía me falta mucho vocabulario como para mantener una conversación, así que ellos hablan en indonesio y Aji me traduce en inglés.

Empieza la indagación de siempre.

— ¿Dónde queda Argentina? ¿Qué idioma hablan? ¿Y qué comen? ¿Hay arroz? ¿Qué música escuchan? ¿Vivís en una ciudad o en un pueblo? ¿A dónde se van de vacaciones? Pero no parecés latina…

Si para nosotros “todos los asiáticos son chinos”, para ellos “todos los latinos son mexicanos”. Y continúa la indagación:

¿Hace cuánto te fuiste de Argentina? ¿Qué países conocés? ¿Preferís a los malayos o a los indonesios? ¿A dónde vas después? ¿Qué significa cabrón? ¿Cómo se dice I love you? ¡Decí algo en castellano! ¿Qué palabras usan para insultar?

“Hii-joo-dee-puu-táa”, intentan repetir con acento indonesio, haciendo pausas entre sílaba y sílaba.

— No, no, nosotros lo decimos más rápido, si lo dicen así el tipo ya se durmió.

— Hijodeputáhijodeputáhijodeputá, repiten con una velocidad que jamás escuché.

Me hacen reír. Me doy cuenta de que hace mucho tiempo que no estoy en una conversación en castellano. Siempre inglés o siempre escuchando idiomas que no entiendo.

Me preguntan si sé lo que es una bule. Si lo sabré… ¡No quiero ser bule!

Les cuento anécdotas de la primera vez que vine a Indonesia, cuando salía a recorrer y se me abalanzaban para pedirme una foto.

Los grupos de treinta boy-scouts o enfermeras musulmanas que se agrupaban alrededor mío y sacaban fotos con sus treinta cámaras.

El que me sacó una foto y después la puso en su perfil de Facebook.

Las chicas que disimuladamente me apuntaban con su celular para sacarme una foto “sin que me diera cuenta”.

Los hombres que gritaban emocionadísimos que yo era amiga de Maradona por el sólo hecho de ser argentina.

Los chicos que me perseguían en playas desiertas para sacarme una foto en bikini.

¿Por qué semejante obsesión con los extranjeros? Para los indonesios, me explican, especialmente para los chicos de colegio o para los que viven en pueblitos o aldeas, ver a un extranjero blanco es como ver a una estrella de cine. Hay muchos de ellos que incluso van a los monumentos turísticos solamente para hacer “bule-watching”.

Aji me dice que la próxima vez que me pidan una foto responda ¡bayar, bayar! lima puluh ribu (¡paguen, paguen! 50.000 rupias).

El amigo le dice algo en indonesio y se ríen:

— Él dice que también quiere una foto con vos.

— ¡Bayar, bayar! Respondo yo.

Terminamos las hamburguesas y el té frío y nos vamos en las motos.

En el camino vemos a dos chicos andando en motos enanas, algo que jamás había visto antes, y a uno andando en una bicicleta “sin cables”, de esas que se frenan con el pedal hacia atrás, que ahora al parecer está de moda por estos lados.

— Los indonesios están todos locos, vuelvo a decirle a Aji por enésima vez.

Será por eso que me gusta tanto este país.

Y entre tanta charla de bule y fotos, me olvidé de sacar una foto de los cuatro juntos.

La próxima vez será.