Apenas cruzamos a Bolivia vuelvo a encontrarme con ella: la altura. Siempre me pasa lo mismo: subo a más de 4000 metros y me apuno. No importa cuántas veces haya estado en altura, siempre me afecta. La primera sensación que tengo es como cuando duermo en una cama de arriba: mi cuerpo se siente demasiado lejos del piso. Estar en el Altiplano es una sensación rara: todo parece ocurrir en otro plano, en una dimensión distinta, en un mundo que queda más cerca del cielo y muy muy lejos del mar.

Día 1: las comparaciones son odiosas

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En la frontera entre Chile y Bolivia no hay nieve, no en esta época del año, no como la última vez que estuve acá. El suelo es puro marrón. Las 4×4 son de todos colores, pero ya están amarronadas por el polvo. A lo lejos hay un colectivo abandonado (sigue estando acá, lo vi hace cinco años y sigue acá), también marrón de la tierra y el óxido. Los conductores prepararan las 4×4 para empezar el recorrido: es casi imposible hacer la travesía por el salar de Uyuni y sus alrededores de manera independiente (a menos que tengas auto, supongo). Casi no pasan vehículos que no sean los de los tours. Las rutas son de tierra y no están señalizadas. Hay que conocer la zona para animarse a entrar. A primera vista siento que hay mucho más turismo que hace cinco años, cuando estuve en Uyuni por última vez. Esta es mi tercera visita y todavía no me aburrí de sus paisajes.

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Apenas llegamos a la primera laguna (unos quince minutos después de cruzar la frontera) me acuerdo: los paisajes de Bolivia son únicos en el mundo. Es un país que tiene todo menos mar (porque lo tuvo y lo perdió), y en ese “todo” caben más paisajes de los que uno se imagina.

Bolivia tiene, ante todo, colores.

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Gran parte del recorrido por Uyuni consiste en estar en la 4×4. A uno le tiene que gustar el movimiento, el avanzar por la ruta, el llegar a lugares nuevos. A uno le tiene que gustar mirar por la ventana. En este viaje somos siete: Flora y “Jorge” (una pareja holandesa), Maurizio (un brasilero/italiano/chileno que vive en Londres), Mike (un ecologista neocelandés que está viajando hace más de un año), Alberto (nuestro conductor y guía), Damián y yo. Hay muy buena onda, lo cual es importante ya que vamos a pasar los próximos tres días (completitos, es decir las próximas 72 horas enteras) juntos. Nos vamos turnando para sentarnos adelante: todos nos sentimos un poco apunados, y adelante es donde mejor se viaja.

Miro por la ventana. A lo lejos veo la primera vicuña del día. Alberto nos cuenta que siempre andan en manada y que suelen ser más hembras que machos (dice que hay un solo macho por manada). Si se ve una vicuña sola, seguramente es un macho que fue echado del grupo.

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A lo lejos vemos, también, una pareja que va en bicicleta. Qué ganas, pensamos. Qué duro debe ser cruzar el Altiplano en bicicleta, con todo el calor y el viento que hace. Ellos casi no pueden pedalear. Los saludamos pero no responden.

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A lo lejos, otra vez, los colores: esos colores tan andinos, tan típicos de acá arriba. Y esas nubes —que hoy no aparecen— tan altiplánicamente esponjosas.

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Llega el momento del baño de inmersión en las aguas termales. Afuera hace frío, el agua debe tener unos 30 grados. Una vez que te metés ya no querés salir. Linda combinación esa de tener el cuerpo calentito y sentir el viento frío en la cara. Rara.

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La laguna roja es nuestro primer acercamiento a los flamencos del Altiplano. Uno no se imagina que puede encontrarse estos pájaros por acá, pero les encanta vivir en esta zona. Nos sentamos un rato a mirarlos y se la pasan hundiendo el cuello en el agua, viendo qué pueden sacar de rico. Estos son rosas porque los minerales del agua les tiñen el plumaje. El agua es roja por lo mismo: minerales.

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Un paisaje que, visto en esta foto, parece ser mitad en blanco y negro. Hasta en blanco y negro está pintada Bolivia.

Lástima el viento. Durante todo nuestro recorrido: el viento.

Después de varias horas llegamos a la posada en la que pasaremos la primera noche. Las comparaciones son odiosas, lo sé, pero la otra vez que hice este tour, hace cinco años, todo era más rústico, parecía más reservado para unos pocos aventureros. Hoy nuestra posada está repleta de gente que habla inglés. La otra vez dormimos en un lugar que casi no tenía electricidad y estaba en el medio de la nada (más en el medio de la nada). En la 4×4 éramos menos: Vicky (mi amiga, con quien viajaba), una pareja suiza, “la cuky” (la cholita que nos cocinó durante todo el viaje), el conductor y yo. Hoy estos viajes ya no se hacen con cocinera propia, me dice Alberto. Hoy ya no hay tanta rusticidad. Pero las comparaciones son odiosas, ya sé.

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En la posada vive doña Elvira, quien se la pasa hablando por una radio con alguien que parece ser el Darth Vader del Altiplano. La voz sale distorsionada, por momentos grave, por momentos aguda, se estira y se contrae. No sé de qué hablarán, tal vez están chusmeando las novedades, porque la señora se ríe. Maurizio saca su Polaroid (qué buena idea para un viaje, qué buena idea para volver a pensar las fotos, qué buena idea para no disparar como si todo estuviese puesto para ser fotografiado) y le hace una foto a doña Elvira. Al principio ella no quiere, pero él le muestra que su cámara saca “a la antigua”. Cuando la foto está revelada, se la da. Nos reímos un largo rato: en la foto se le ve la pollera pero no las piernas, y el ángulo hace que las patas de la silla —finiiitas— parezcan sus piernas. Flaquitas como la de un flamenco. Y nos reímos otra vez, doña Elvira incluida.

Día 2: qué pasa con las casas cuando sus dueños se van

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En lugares como este —aviso por si acaso— los baños abundan.

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A veces la perspectiva lo cambia todo.

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La roca que parecía una tabla de surf ahora es un iceberg (y tiene burbujas).

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Y otra vez ese recordatorio de que en Bolivia todo es extremo: los colores (¿en qué caja de crayones encuentran estos colores?), la temperatura (el sol caliente de día, la luna fría de noche), el espacio (en el Altiplano sobra espacio, todo es espacio vacío).

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Y los flamencos, acá también, aunque esta vez más de cerca, más accesibles, casi al lado.

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Y sentarse a mirarlos. Pasarse horas mirando el movimiento lento y gracioso de los flamencos, la vida independiente que parecen tener sus cuellos, el reflejo que proyectan en el agua.

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El regreso de las vicuñas. O nuestro regreso para las vicuñas. Otra vez estos turistas insoportables con sus cámaras. Otra vez nos apuntan cada vez que movemos una oreja. Uno no puede hacer su vida tranquilo, que aparecen estos gringos y nos miran como si nunca hubiesen visto una vicuña.

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De fondo, como para no olvidar el poder del Altiplano, un remolino de tierra, un viento que hace girar millones de partículas de polvo en el aire y forma algo así como un torbellino, un huracán mínimo.

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Después de medio día de paisajes, algo mejor aún: un pueblo fantasma. Esto no estuvo en mi recorrido la otra vez que vine. Es que la otra vez era época de lluvias y las rutas eran otras, a la fuerza.

Hay algo de los pueblos fantasmas que me atrae demasiado. Tal vez ese voyeurismo de querer espiar qué quedó de esas personas que ya no están, que quedó de ese pueblo que sigue siendo pero ya no es.

Nos asomamos a una ventana. Hay cosas adentro, todo sigue ahí, como si sus dueños se hubiesen ido de golpe, hubiesen desaparecido de un momento a otro. Entramos, no podemos no entrar, no podemos no revolver, no podemos no leer las cartas de hace un siglo que encontramos abandonadas adentro de una valija. La correspondencia es personal, sí, pero ¿qué pasa con las cartas que ya no tienen remitente ni destinatario?

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Cuando salimos, después de una revisada de casa que no estaba en el itinerario, un grupo de perros nos mira. Son los perros de los militares que ahora viven acá, al ladito del pueblo fantasma, en domos que parecen desérticos. “Tuvieron suerte de que no los vieran, sino los hubiesen botado”, nos dice Alberto. Tuvimos suerte.

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Esa noche, un show de burbujas en el hotel de sal. ¿El primer show de burbujas de este hotel de sal?

Día 3: hay sal suficiente

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El día empieza de noche. Alberto nos levanta a las 4.30 de la mañana para ir a ver el amanecer en el salar. Normalmente me rehusaría a levantarme a semejantes horas, pero sufro la presión del grupo: ¿Cuántas veces en la vida vamos a estar acá? Yo ya voy por la tercera. Igual me gusta ver el amanecer de vez en cuando (una vez por año).

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Miramos el amanecer (me gusta más el atardecer) y Mike se apoya contra el sol. Hace frío, estamos emponchados con todo lo que tenemos. Hola salar, tanto tiempo sin vernos, sos uno de mis lugares preferidos.

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Siguiente parada: Incahuasi, “la isla del pescado”, un montículo de tierra repleto de cáctus. Suena lógico que haya una isla en medio del salar si uno piensa que esto antes era un mar (por eso la sal: quedó cuando el mar se evaporó). Dudo si volver a entrar a la isla: hay que pagar 30 bolivianos y ya vine dos veces. No sé. Bueno, voy. Gran decisión. La disfruto más que la vez anterior, siento que es más grande: no me pasa como a los chicos, que cuando crecen vuelven a un lugar de la infancia y se dan cuenta de que era mucho más chico de lo que les parecía; no, a mí los lugares me parecen cada vez más grandes. 

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Caminamos entre cactus de todas las formas y tamaños. Cactus que dan ganas de abrazar.

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Nos sentamos a desayunar al pie de la isla (porque todavía no desayunamos y son como mucho las 7 de la mañana) y vemos a un hombre pasar en bicicleta.

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Después sí, nuestro momento de gloria en el salar. Ese rato —que debería durar mucho más— en el que podemos sacarnos fotos, caminar por la sal, probarla.

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El sueño de ser emburbujado. “¿Podés meterme adentro de una burbuja y mandarme volando lejos?”, es la pregunta más frecuente.

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Las banderas. La otra vez que vine no había más de cinco. Ahora se llenó. De Argentina hay dos, quién sabe por qué.

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Los montículos de sal son nuestra última vista del salar, ese desierto blanco de 14.000 kilómetros cuadrados. Como escribí la primera vez que vine: acá hay sal suficiente para curar todas las heridas del mundo. O para salar varios platos.

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Última parada: el cementerio de trenes. Eso mismo: el lugar donde van los trenes a morir. Hay una nube que parece salir como vapor de la locomotora. Lástima que hace varios años que ya no funciona ni tiene pensado moverse.

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Con Maurizio hacemos un juego: sacamos dos fotos que en otra época hubiesen necesitado varios años de diferencia. La primera, con su Polaroid: él en la hamaca. La segunda, con la digital: cómo sería si él volviese 20 años después con la foto de papel al mismo lugar donde se hamacó.

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Y en uno de los trenes —muy fotogénicos, por cierto—: un pajarito. Lo miro.

¿Qué mirás? Seguramente me tenés envidia: yo me quedo acá por el resto de mi vida. Vos seguís camino.

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[box border=”full”] Este recorrido fue cortesía de Atacama Mística (Contacto: www.atacamamistica.cl)

Precio por el tour de 3 días (con todo incluido): 80.000 pesos chilenos por persona (160 usd) (si se contrata desde San Pedro de Atacama) o 800 bolivianos por persona (115 usd) (si se contrata desde Uyuni).

Cambio: 1 dólar equivale a 6,9 bolivianos y a 520 pesos chilenos (datos de diciembre de 2013).

Llevar por lo menos 200 bolivianos en efectivo para pagar la entrada a la Reserva Eduardo Avaroa (donde están las lagunas) (150 bs.), la entrada a Incahuasi (30 bs.), las duchas (10 bs.).

Otras cosas que hay que llevar: un bidón de agua por persona, papel higiénico, ropa de baño, abrigo, protector solar.

Esta es una de las maneras de cruzar de San Pedro de Atacama (Chile) a Uyuni (Bolivia). También se puede ir en bus local (sin hacer el tour de tres días), para eso hay que volver de San Pedro a Calama (bus: 3000 pesos chilenos), pasar la noche en Calama (mínimo 8000 por persona), tomar el bus bien temprano (averiguar, dicen que sale a eso de las 5 am y cuesta 14.000 pesos chilenos). También hay servicios de transfer directo desde San Pedro a Uyuni por 25.000 pesos chilenos (50 usd) (termina costando lo mismo que haciéndolo vía Calama). Sea como sea, cruzar de Chile a Bolivia por San Pedro de Atacama es muy caro. Dicen que es muy difícil hacerlo a dedo, aunque pueden intentarlo y me cuentan…[/box]