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No sé quién fue la primera persona que me dijo que vaya a Altea, pero Ana (mi anfitriona en Cartagena) me lo repitió: “Tienes que ir a Altea”. Hay lugares que ya suenan lindos por el nombre, y Altea  me gustó. “No sé si has estado en Cadaqués, pero es un estilo parecido, un pueblito blanco del Mediterráneo”. Sí, estuve en Cadaqués y me encantó. “Es un lugar para quedarte dos o tres días en un hostel a tu aire”, me sugirió. Busqué hostels y no encontré. Busqué hoteles y apartamentos en Altea y me parecieron muy caros. Me dije: todos los caminos conducen a Couchsurfing, ¿para qué evitar lo inevitable? Así que busqué anfitriones y mandé algunas solicitudes sin mucha fe. Una hora después ya tenía casa en Altea. Resultó ser que Michel (uno de los chicos que me alojaría junto a Sara y Miriam, los tres estudiantes de arte) había conocido mi blog hacía poco y no podía creer la casualidad. Yo no pensé (ni me imaginé) que podía tener lectores en Altea, pero sí.

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En su mensaje, Michel me recomendó llegar al pueblo en tranvía desde Alicante. Me dijo que si bien tardaría más que en coche, las vistas del tranvía eran parte de “la preparación psicológica” para visitar Altea, “el pueblo que todo lo cura”. La propuesta me gustó. Tanto, que a pesar de que el blablacar (esta palabra en España es sinónimo de coche compartido) al que me subí en Murcia iba directo a Altea, preferí bajarme en Alicante (a mitad de camino) y hacer el trayecto en tranvía sola. No le dije nada al conductor porque seguramente iba a pensar que estaba loca. Un poco sí. Pero ¿quién no necesita curarse de algo?

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Durante dos horas, el tranvía avanzó paralelo al mar Mediterráneo (cómo me gusta este mar, junto con el Caribe son mis preferidos) y atravesó pueblitos de esos en los que quiero vivir (¿y si dejo de viajar y me instalo en una de estas casitas? Uno deja muchas cosas de lado al no establecerse), plantaciones de naranjas (pero hay tanto mundo por conocer, no puedo frenar todavía), edificios de veraneo (qué lindo sol de invierno… ¿qué pensará esa chica en su balcón?), casas blancas (qué simpáticos los abuelitos esperando el tren) y túneles con graffitis (siempre hay arte cerca de las estaciones). Fui todo el trayecto escuchando canciones de John Lennon y dejando que mi mente fluyera. Quise leer pero no pude: me era imposible despegar la nariz de la ventana.

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Cada vez estoy más convencida de que los libros nos encuentran a nosotros, y no al revés. Unos días antes, estando en Madrid, revisé la biblioteca de mis amigos (se lo hago a todas las bibliotecas) y un título me llamó la atención: Lonely Planet’s Guide to Experimental Travel (lo cito en inglés porque estaba en ese idioma y no lo encontré en castellano ni en ebook). Lo abrí. El libro me proponía conocer lugares a través de distintos juegos o experimentos (por ejemplo: caminar —con ayuda de alguien— con los ojos vendados, tomar decisiones tirando los dados, explorar una ciudad a través de canciones que hablen de ella, dejar que un perro local te lleve a pasear, tomar un transporte hasta el final de su recorrido, trazar tu nombre en un mapa y seguir esa ruta, caminar siguiendo un patrón como izquierda-derecha-izquierda-derecha, ponerte una máscara de caballo y salir como si nada, entre muchos otros) y sentí que me llegaba en el momento justo. Si bien cada lugar que visito es nuevo y distinto, a veces la manera de conocerlo (llegar – salir a caminar – sacar fotos) se me vuelve repetitiva y un poco monótona. Así que tomé nota de los experimentos que más me gustaron y me propuse ir combinándolos, de vez en cuando, con ciudades nuevas.

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Cuando llegué a Altea me olvidé del libro e hice lo de siempre: salí a caminar sin un rumbo demasiado predeterminado. No sé si fue porque era la hora de la siesta, porque es temporada baja o porque llegué yo, pero las calles del casco histórico estaban casi desiertas. Y, como me pasó cuando estuve en Cadaqués (mi pueblo de los gatos), había tanto silencio que todos los sonidos me llegaban amplificados: mis pasos, las campanadas de la iglesia, alguien sacudiendo la ropa en la ventana, gaviotas charlando a lo lejos, un nene bajando escaleras a saltos, una hoja seca contra el empedrado, el clac de mi cámara de fotos. Como parte del pueblo está construido sobre una colina, las calles no son rectas sino laberínticas y las casas están ubicadas en distintos niveles y unidas por escaleras en caracol. Así que hice lo que casi siempre termino haciendo en lugares así: caminé sin pensar, dejando que me guiara la intuición. ¿Esa escalera a dónde llevará? ¿Se podrá pasar por ahí? Me gusta esa planta. Qué buen felpudo. ¿Y por allá qué habrá? Qué lindo detalle las flores en la ventana. ¿Se verá el mar desde todos lados?

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Y no sé bien cómo fue que pasó y me cuesta un poco explicarlo, pero en algún momento de la caminata me abstraje del tiempo y del espacio (es decir, me olvidé de que era miércoles y de que estaba en Altea, Provincia de Alicante, España, Europa, Planeta Tierra) y empecé a sentir que estaba dando un paseo por mi inconsciente. Fue como si mi mente se hubiese hecho pueblo y Altea se hubiese convertido en la representación a gran escala de mi cabeza (con todos sus recovecos) y de todo lo que tengo guardado ahí. Me sentí como dentro de Inception (“El origen”, la película con Di Caprio, donde los escenarios de los sueños los fabrica un “arquitecto” y los puebla “el soñador” con imágenes de toda la gente que alguna vez se cruzó en la vida) o, tal vez, como metida en un cuadro de Dalí o Magritte. Así que, con esa sensación de estar paseando por mí misma, me puse a jugar.

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Si el pueblo representa mi mente, toda la gente que me cruzo son personas que conozco (o que por lo menos vi alguna vez) o facetas mías. Los objetos representan mis etapas o experiencias. La arquitectura y el arte, mis gustos o deseos. Vamos a ver. Ahí van M y D, hablando de los temas que siempre conversamos; mirá la cabeza de Buda en la ventana, es de mi época asiática; le dije “buenas tardes” a la señora, ella me miró con mala cara y no me respondió; “me estoy meando”, dijo una chica que pasó al lado mío, y yo un poco también; qué buena escena ese señor fumando una pipa, asomado a la ventana entremedio de flores y macetas, está ahí listo para ser fotografiado y yo no me animo a hacerlo por no molestarlo, me odio; ohpordios creo que me acaban de sacar una foto, así se debe sentir la gente a la que intento fotografiar sin que se de cuenta; estos van hablando inglés y los de allá francés, idioma que quiero aprender; esas zapatillas colgando del cable me hacen pensar en Praga y en la señal de la droga/ex-virginidad (según el país), en Big Fish y en ese pueblo raro en el que todos andan descalzos… Me senté a tomar un café en un barcito (una de mis actividades preferidas) y vi, por la ventana que tenía al lado de mi silla, que una mujer frenaba con su labrador blanco impecable. Una de las mozas salió del bar, acarició al perro y le puso una galletita con forma de corazón en el marco de mi ventana, del lado de afuera. No llegué a agarrar la cámara porque quería ver qué pasaba. El perro miró la galletita, miró a la dueña y, cuando la moza le hizo un gesto, se la comió. Me pareció una escena demasiado idílica y sacada de alguna parte muy cursi de mi cabeza.

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Mientras bajaba hacia la costa, pensé: “Este es un pueblo para venir con Maru” (mi amiga de toda la vida, una de las pocas personas con las que hablo de inconsciente a inconsciente) y ahí quise cambiar las categorías tradicionales (“pueblo de veraneo”, “pueblo mediterráneo”, “medina árabe”, “ciudad asiática”, “bla”) por mis categorías subjetivas (“pueblo para venir con Maru”, “pueblo para curarse”, “pueblo para viajar en otoño”, “pueblo para jugar”) y empecé a imaginar enciclopedias subjetivas, con opiniones de su autor (siempre tan invisible), del estilo: “este ítem no se me da la gana explicarlo”, “la leche de chufa me suena a bebida de búfalo”, “la naranja no es solo una fruta, también es mi color preferido”, “sí, Buenos Aires tiene tal cantidad de habitantes, pero para mí es treinta ciudades en una”, y así: poco dato duro y mucha anécdota. Y ahí me dije: mejor le aviso a mis lectores que mis relatos del mundo son tan subjetivos como esa falsa enciclopedia en primera persona. Yo suelo enamorarme de lugares y tener experiencias que tal vez para otros nada que ver, por eso es un peligro que se guíen demasiado por lo que escribo.

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Cuando llegué a la costa escuché uno de los mejores ruidos de mi vida (las olas arrastrándose sobre cientos de piedritas), así que me senté en un banco y me quedé un largo rato haciendo terapia de mar. Y ahí me acordé: uno de los juegos que propone el libro de viajes experimentales es el de automatic travel (viajes automáticos, parecido al concepto de escritura automática que consiste en pasar el fluir de conciencia al papel sin pensar en lo que se escribe). Dice: “Escapá de las restricciones o límites de la razón viajando automáticamente (sin pensar qué hacés ni a qué lugares vas) y fijate a dónde te lleva tu subconsciente”. Convertir el fluir de conciencia en caminata y recorrer sin pensar. Algo que suelo hacer bastante (tal vez no llevado al extremo) y que esta vez, sin proponérmelo, me generó una sensación nueva e ideas raras.

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—¿Por qué decís que Altea es el pueblo que todo lo cura?

Le pregunte a Michel una tarde que salimos a caminar. Y cuando lo dije en voz alta, me escuché.

—Perá: ¿que todo lo cura o que todo locura?

—Ja, que cura. Es que mucha gente que conozco vino acá en momentos no muy buenos de su vida, se quedó a vivir y se sanó…

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Altea proviene del griego Althaia y significa “yo curo”. Sus calles tienen nombres como Remedios, Salud y Consuelo; su clima es moderado, tiene paredes blancas que tranquilizan y el mar de fondo. Bien podría ser un gran sanatorio (lugar donde se sana). Es un pueblo de artistas: la única carrera universitaria que se dicta es Bellas Artes y gran parte de su población son estudiantes o gente que se dedica al arte. Después de pasar tres días me fui a Valencia y, mientras esperaba a Dani (mi siguiente anfitriona) en la puerta de su trabajo, me di cuenta de que por fin empecé a sentir que estoy donde tenía que estar.

Todo se alineó.

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