“Caminar es un arte olvidado”
(Carl Honoré, Elogio de la lentitud)

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Llegamos a la estación de Miramar a las 8 de la noche. Estábamos a unas trece cuadras de la casa de Luci y Emi, los chicos de couch que nos iban a alojar, y teníamos dos opciones para ir hasta su casa: la veloz y paga (un remis) o la lenta y gratuita (caminar). Ni Damián ni yo sabíamos qué tan seguro o peligroso podía ser caminar por Miramar de noche, pero ambos elegimos caminar. En esa ciudad de la costa bonaerense las calles tienen números correlativos en vez de nombres así que creímos que sería fácil llegar a destino. No lo fue: las diagonales nos desorientaron y nadie supo indicarnos por dónde ir. No nos importó demasiado, tardamos más pero llegamos igual. En el camino, además, Damián me fue contando una historia.

—¿Sabías que existe un pueblo donde se practican los oficios olvidados?
—¿Ah sí? ¿Qué trabajos hacen?
—Todos trabajan con las manos. Algunos se dedican a la carpintería, a la herrería, a la orfebrería, hay fabricantes de muñecos y de bicicletas, artesanos de libros, luthiers, jardineros, titiriteros… También hay arte en todos lados: dibujos en las paredes, poesía escrita en las veredas, cuentos en los techos, animalitos fabricados con arbustos…
—Qué lindo, ¿y trabajan en la calle, no?
—Sí, todos trabajan al aire libre o tienen sus talleres abiertos…
—¿Y cuál es su medio de transporte?
—El lugar es chiquito, así que van en bici o caminan…

A medida que caminábamos, perdidos, yo hacía preguntas y el relato crecía. En algún momento logramos encontrar la calle diagonal por la que teníamos que caminar y seguimos por ahí, en busca de la casa de los chicos.

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—¿Y en el pueblo hay mar?
—Sí, tienen un mar y un bosque.
—¿Y cuánta gente vive ahí?
—Hay tantas personas como oficios y hay tantos oficios como los necesarios para vivir… Muchas personas se van a vivir ahí sin saber cuál es su vocación, pero con el deseo de seguir un oficio y de vivir en paz y por eso buscan ser ayudantes y aprender. Además las personas no tienen apellido, sino que el apellido de cada uno es su profesión. Por eso las calles tampoco tienen nombre, sino que se las conoce como “la calle donde vive José Panadero”.
—Ahh… qué lindo. Me hace acordar a la parte vieja de Hanoi, en Vietnam, donde las calles tienen el nombre del oficio que se practicaba en ese lugar… ¿Y cómo se llama el pueblo?
—No tiene nombre… Si tuviese nombre perdería su magia, dejaría ser el pueblo de los oficios perdidos…
—Ah, es como la frase de Herman Hesse: Las palabras son nocivas para el sentido secreto de las cosas; todo cambia ligeramente cuando lo expresamos…

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En ese momento nos cruzamos con un vecino y le preguntamos por la intersección que buscábamos. Estábamos a dos cuadras. Caminamos un poco más y, una media hora después de haber salido de la estación, llegamos a destino. En remis hubiese sido mucho más rápido, pero jamás hubiese escuchado la historia de aquel pueblito de oficios tan entrañables.

Al día siguiente salimos a caminar otra vez. Como estábamos a pocos metros del mar, lo primero que hicimos fue acercarnos a la costa. Luci y yo nos sentamos a charlar acerca de la vida en Miramar, tan tranquila, y la vida en Buenos Aires, cada vez más acelerada. Miramar es conocida como la ciudad de los niños y de las bicicletas y es un destino muy popular en verano, especialmente para ir en familia. Yo no conocía Miramar y descubrirla a los 27 años y en otoño fue mágico. Si yo tuviese este mar tan cerca de mi casa caminaría todas las mañanas, pensé.

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Después del mediodía fuimos a la escuelita rural donde trabajaba una de las hermanas de Luci a hacer un show de burbujas para los chicos. Cuando terminamos caminamos un kilómetro por una Miramar diferente, ya no costera sino rural, con tranqueras y hombres a caballo. Esa misma tarde, Damián y yo volvimos a caminar por la ciudad, esta vez en busca de un supermercado. En el trayecto descubrimos varias cosas: un vecino que arreglaba un motor en la vereda, un gato que se nos acercó (cual perro) cuando lo llamamos por su nombre genérico (vení gato, vení), casas con decoraciones navideñas (probablemente olvidadas), bicicletas estacionadas sin atar, calles vacías y silenciosas, árboles que se movían muy suavemente con el viento, casas cerradas por la temporada, un juguete olvidado en la vereda.

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Al día siguiente nos fuimos caminando al bosque. Mientras nos metíamos entre sus árboles yo le conté a Damián acerca de los dos bosques encantados que conocí en mi vida: el de Calella (Catalunya) y el de las afueras de Skelleftea (Suecia). Ambos me parecieron mágicos por su atmósfera, por su silencio, por su luz. El de Calella se llenó de rayas naranjas que entraban por entremedio de los árboles al atardecer; el de Skelleftea estaba repleto de nieve y de magia. Y después de hacer burbujas gigantes entre sus árboles, el bosque de Miramar se convirtió en mi tercer bosque encantado. Incluso pudimos ver uno de sus ojos.

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A la mañana siguiente, jueves, decidimos emprender el regreso a Buenos Aires. Como teníamos planeado salir a dedo nos despertamos bien temprano, a eso de las 6 de la mañana, y preparamos el desayuno y la mochila con tranquilidad. Nos despedimos de los chicos, salimos de la casa y caminamos por toda la costa de la ciudad mientras el sol aparecía sobre el mar. La luz naranja y espesa, típica del amanecer, bañaba los edificios, los charcos, los árboles. Los surfers aprovechaban el mar desde temprano, las mujeres paseaban con sus amigas por la costa, todos parecían tomarse la vida con calma, incluso durante un día laboral. Fue la despedida perfecta de Miramar.

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El primero que nos levantó, pocos minutos después de empezar a hacer dedo en la salida de la ciudad, fue Maxi, un chico que nos dejó en playa Chapadmalal. Cuando nos preguntó a qué nos dedicábamos y yo le conté que escribía, me respondió, con una sonrisa en la mirada: “Escritora… qué lindo, yo también quiero ser escritor… Leo mucho, pero todavía no me animé a escribir…”. Y ahí me di cuenta de cómo todos en esta vida nos vamos encontrando y entrelazando por un rato y contándonos nuestras historias… Galeano tiene razón cuando dice que no estamos hechos de átomos sino de historias.

El segundo que nos levantó fue Lucas, un artesano viajero que nos llevó hasta la salida de Mar del Plata. Mientras íbamos en el auto, algo en él lo hizo cambiar de recorrido: “No tomo nunca este camino, pero voy a ir por la costa, miren lo lindo que está el mar”. Y era verdad, el mar de Mar del Plata estaba planchadísimo, soleado, calmo. Ir en auto por la costa fue casi como caminar por la rambla antes de despedirnos de la ciudad (y del mar mismo) por un tiempo.

[singlepic id=7196 w=625 float=center] Atrás quedaban, también, los chicos que conocimos en la escuelita de Miramar…

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En Mar del Plata estuvo difícil. Esperamos dos horas al borde de la ruta hasta que una mujer nos levantó y nos llevó por Ruta 2 a Vivoratá, a unos 30 km. Pero cuando nos bajamos de su auto, todo se sincronizó: no tuvimos que esperar ni dos minutos, enseguida nos levantó Manuel, un camionero que trabajaba llevando un cine móvil para los chicos de la provincia de Buenos Aires. Durante las casi tres horas de viaje, Manuel nos habló acerca de su vida (“a veces no veo a mi familia durante tres meses”), de su trabajo (“es lindo esto de estar viajando por toda la provincia pero llega un momento en que cansa”), de los mochileros (“cuando se paren en la ruta siempre pongan las mochilas bien visibles, porque así nosotros en dos segundos podemos ver que son viajeros y frenar para llevarlos”). Cuando nos dejó en Castelli nos indicó exactamente dónde pararnos para seguir camino y, antes de que él se fuera, ya nos había levantado Mario.

—¿Ustedes estaban haciendo dedo a la salida de Mar del Plata, no? Sí, los vi… Saben… hace años que no levantaba a nadie… Hoy no sé por qué levanté a tres.

Así empezó el tramo final a Buenos Aires. Lo que al principio fue una leve desconfianza de su parte se tornó en una charla agradable. Entrar al auto de un desconocido es como entrar a su mundo por un rato y generalmente el conductor espera algo de compañía y algunas historias a cambio. Así que cada uno fue relatando porciones de su vida y nos fuimos construyendo con palabras. Mientras tanto, afuera, el sol empezaba a bajar entre los edificios.

[singlepic id=7198 w=625 float=center] Qué lejos quedaban todas estas escenas tranquilas de Miramar…

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Entramos a la locura de Buenos Aires y Mario nos dejó en Los Incas, la estación terminal del subte linea B, en plena hora pico. Me encanta llegar a Buenos Aires por tierra, pero lo que más me gusta es no llegar directamente a mi casa sino tener que tomar algún transporte más dentro de la ciudad, ya que ir con la mochila encima me permite seguir con el modo viajero encendido y mirar Buenos Aires desde otra óptica, como si fuese de afuera. Así que apenas nos bajamos del auto y quedamos frente a un semáforo repleto de gente, le dije a Damián:

—Hagamos de cuenta que esta es la primera vez que venimos a Buenos Aires…
—Dale.
—Mirá todo esta gente, ¿a dónde irán tan apurados? Incluso los perros caminan rápido. Qué ciudad tan ruidosa… ¿Nadie se para a mirar el atardecer?

Entramos al subte, nos sumamos a la marea de gente y atravesamos la ciudad por debajo de la tierra. Cuando salimos del otro lado, ya era de noche.

Cuatro días después de volver de Miramar, decidí volver a caminar por mi ciudad. Hace meses que no caminaba por Buenos Aires. En realidad sí caminaba, pero como medio para llegar a algún lado, no como un fin en sí mismo. Y una tarde de esta semana salí de mi casa y decidí no subirme al estrés del colectivo ni al amontonamiento del subte y volver a cruzar la ciudad a pie. Hice sesenta cuadras (6 km) y las hice todas sonriendo, descubriendo cientos de detalles que, con la velocidad de los transportes, siempre me pasaban desapercibidos. A veces me olvido de que caminar es un arte y me olvido de que puedo practicarlo incluso cuando no viajo. No hay mejor manera de ver el mundo que caminando, no hay mejor manera de descubrir detalles que usando nuestros pies, no hay mejor manera de entender el ritmo y de fundirse con el fluir de un lugar que a través de nuestros pasos, no hay mejor manera de entrar en contacto con otras personas que caminando.

[singlepic id=7218 h=625 float=center] Imágenes de Buenos Aires (que saqué hace un tiempo mientras caminaba por ahí…)

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Pensé que todos estos hechos que acabo de relatar eran inconexos, hasta que anoche, volviendo en colectivo de Tigre, me encontré con las siguientes palabras en el libro que estoy leyendo (Elogio de la lentitud): “Desplazarse a pie también puede ser una experiencia meditativa, que fomenta un estado de ánimo caracterizado por la lentitud. Cuando caminamos, somos conscientes de los detalles a nuestro alrededor: los pájaros, los árboles, el cielo, las tiendas, las viviendas, el prójimo… Establecemos relaciones. (…) Caminar requiere más tiempo que cualquier otra forma de locomoción excepto reptar. En consecuencia, dilata el tiempo y prolonga la vida, que ya de por sí es demasiado corta para desperdiciarla con la velocidad. Caminar hace que el mundo sea mucho más grande y, por ello, más interesante. Uno tiene tiempo para observar los detalles”.

Cuánto más feliz sería esta ciudad (y este mundo) si todos desacelerásemos nuestra mente y nos tomáramos el tiempo de volver a encontrarnos con ese arte tan fundamental y tan olvidado: el arte de caminar.

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