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Reykjavík

Atención: puede que este post no tenga nada que ver con el título. Puede que sea una excusa para hablar de otras cosas. Puede que no incluya mar. Puede que no haya necesidad de estar diciendo esto.

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Objetivo: ser pescadora por un día

Si pudiera elegir lo que fui (o lo que seré) en otras vidas, digo sin dudarlo: pescadora, capitana, sirena o cualquier tipo de ser vivo que habite en el mar. Nunca viví en un lugar con mar, pero me siento mucho más de agua que de tierra. Hay gente que se marea en los barcos, yo me mareo cuando me bajo. Cuando era chica, una de las cosas que más me deprimía era pensar que nunca iba a vivir frente al mar porque “no me había tocado”, como si uno tuviese que quedarse en el lugar que nació por obligación. Buenos Aires es la ciudad con menos mar del mundo, y me ponía triste pensar que estaba condenada a quedarme en el asfalto porque no había tenido suerte en la lotería de “nacer con mar” versus “nacer sin mar”. Cuando empecé a viajar me di cuenta de que ese sueño de “dejar todo y poner un bar en la playa” no es algo tan irreal ni imposible: uno puede elegir dónde vivir (en mi caso sería “dejar de viajar y hacerme una casita en la playa” o “seguir viajando y estacionar una casa rodante en la playa”). Cuando termine de recorrer el mundo por tierra (bah, lo de terminar es imposible), dedicaré la segunda o tercera parte de mi vida a recorrerlo por agua. 

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El puerto de Reykjavík (la foto la saqué casi a las 12 de la noche. La luz es natural).

Una de las primeras cosas que le dije a Lau cuando nos pusimos a pensar en los desafíos de Islandia fue: “Quiero subirme a un barco de pescadores, quiero irme a navegar con ellos unas horas y ver cómo trabajan. Y si me gusta me quedo (?)”. Es un sueño que tengo hace bastante. Una de las vidas que más me intriga es la de los pescadores y, si pudiera, cambiaría de lugar con ellos por un rato para ver qué se siente trabajar en el mar. Cuando llegamos a Reykjavík quedé tan encantada con la ciudad que me olvidé de todo lo referido a los barcos, pescadores y demases. 

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Algunas imágenes de nuestra caminata por la capital islandesa

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Colores

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Detalles

No puedo no hablar acerca de Reykjavík. Antes de venir para acá, esa ciudad no era más que la capital impronunciable de un país que quedaba muy lejos. Me costaba decirla y mucho más escribirla, y no tenía ni idea de lo que podía esperarnos en un lugar, para mí, tan remoto (Reykjavík es la capital más al norte del mundo). Otra gran incógnita (mucho más que los paisajes, que uno puede ver por adelantado haciendo una búsqueda en Google u hojeando libros de fotografía) eran los islandeses: ¿cómo serían los habitantes de esa isla de hielo? ¿Cuáles serían sus características? ¿Vivir en una isla tan cerca del Ártico, con tantos meses de oscuridad y de luz y con una naturaleza tan salvaje los moldearía de una manera muy distinta al resto de los mortales?

Una de las cosas que más me interesa ver cuando viajo es hasta qué punto la geografía afecta a los habitantes del lugar: sé que la geografía no es un factor único ni determinante (uno no es “de tal manera” por ser de una isla ni “de tal otra” por ser de la montaña), pero que ser de un paisaje y no de otro te hace desarrollar ciertas características: seguro. Y mientras estábamos en el avión rumbo al norte del mundo tuve un pensamiento; me dije: Imaginate si los países cambiaran de lugar: si Argentina (con su misma forma y tamaño) quedara en Islandia, e Islandia (con su forma de isla y su tamaño actual) quedara en Argentina, los habitantes de ambos países seríamos otros. Tal vez América Latina haría chistes acerca del ego de los islandeses, y muchos se preguntarían si los argentinos vivimos en iglús”.

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Más Reykjavík

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Reykjavík, junto con Vientiane (la capital de Laos), me parece una de las capitales más tranquilas y relajadas del mundo (por lo menos del mundo que conozco hasta ahora). Las postales que se venden en sus tiendas opinan lo mismo: una tiene el dibujo de un autobús casi vacío en medio de una calle desierta y en el epígrafe dice Rush hour in Reykjavík (“hora pico en Reykjavík”). Acá el concepto de hora pico debe ser inexistente, este es un pueblo disfrazado. Pero tiene su movida: hay mucho arte callejero, muchos cafecitos donde sentarse a leer o socializar y mucha fiesta. Y un punto en común con Buenos Aires: en Reykjavík se sale después de las 12 de la noche, mínimo. ¿Por qué? Porque tomar alcohol en los bares es tan caro que la gente se reúne en las casas, hace previas y sale de pubbing después de eso.

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Las paredes de Reykjavík andan diciendo…

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Hay ciertas ciudades (cada vez que me refiero a Reykjavík como ciudad siento que debería ponerle comillas de cada lado) que despiertan mi lado sedentario. Es que tengo dos sueños encontrados, quizá opuestos, o por lo menos no simultáneos: uno es viajar toda la vida, conocer todo el mundo que pueda, no dejar de moverme, y el otro es tener mi casita de madera frente al mar y que esa casita sea estática y que tenga una habitación con las paredes repletas de libros, un sillón bien cómodo donde sentarme a leer y un escritorio bien cómodo donde pasarme la vida escribiendo y no hacer otra cosa que eso. Reykjavík toca ese lado mío y hasta me provoca un poco de angustia: Quiero quedarme acá, ¿cómo hago para no querer quedarme acá?

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De día

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De medianoche

Por lo poco que la conozco, me parece que es una ciudad ideal para escritores. Dicen que cuanto más duro es el clima, más literatura (y trabajos creativos) producen sus habitantes. Me pasó lo mismo en Laponia sueca: me veo pasando una temporada acá, escribiendo un libro, haciendo un taller literario intensivo o un retiro de escritoterapia (si es que existe, y si no lo inventamos). De a ratos pienso que vendría durante el invierno, cuando casi no hay luz ni distracciones, aunque esto de tener luz natural durante lo que debería ser la noche también tiene su encanto. El sol de medianoche (que en esta época todavía no es el sol de medianoche propiamente dicho) le da un aura irreal a los lugares. Que el cielo sea claro cuando debería estar oscuro (¿debería según quién?) y que eso permita hacer cosas en cualquier momento del día sin importar el horario me hace pensar que acá (en Reykjavík, en Islandia) todo es posible. 

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Una noche salimos a tomar algo (lo de “tomar algo” es relativo porque la cerveza es carísima: un vaso cuesta por lo menos 800K o 5 euros) con Joanna, nuestra couch, y después de eso fuimos a caminar por la ciudad. Eran las 12 de la noche y había luz, así que ¿por qué no? Paseamos por el Old harbour (puerto antiguo) y vimos, a lo lejos, lo que parecían ser barcos pesqueros abandonados en un terreno baldío. Nos acercamos, nos paramos abajo y miramos hacia arriba: la hélice era más alta que cualquiera de nosotras tres y los barcos, vistos desde abajo, parecían los edificios que Reykjavík no tiene. Uno de los barcos tenía una escalera. Joanna nos dijo: ¿subimos? Y yo, sin pensarlo: sí. Si hubiese estado oscuro no me hubiese animado, pero la luz de medianoche da inmunidad (además tengo una teoría, y escribiré más al respecto, de que el sol de medianoche “pega” y pone a la gente en un estado raro).

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Y acá se viene toda una secuencia de fotos del cementerio de barcos. Este, en la foto, parece más chiquito de lo que es.

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La hélice gigantesca

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Ahí se ve la escalera por la que subí

La escalera tenía más de 50 escalones y no formaba parte del barco, sino que estaba apoyada contra él, y se movía un poquito. Joanna y yo empezamos a subir, pero a los pocos escalones le dio vértigo y desistió, así que seguí sola. Subí como poseída. No podía no subir a ese barco, tenía algo que me atraía. Desde chica me encanta subirme a distintos tipos de barcos y ver cómo son por dentro, cómo funcionan, qué máquinarias tienen, qué se ve desde arriba. Llegué hasta la cubierta y vi el mar y la ciudad, y me dieron muchísimas ganas de navegar durante semanas o meses. No cumplí mi desafío personal, pero fue una de las experiencias más surrealistas que tuve: subirme a un barco pesquero gigante que está estacionado en la tierra e iluminado por la luz natural de medianoche en una capital que parece un pueblo en un país que está bien al norte de todo y del que no sabía casi nada. Subirme a un barco que debería estar en el agua pero no, y apoyarme contra la baranda y mirar a lo lejos como si estuviera en altamar y sentir una atracción aún más fuerte por los puertos y no saber bien por qué.

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La vista desde arriba

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Todavía nos quedan algunos días más acá, así que no descarto la posibilidad de lograr convertirme en pescadora islandesa por un rato.

[box border=”full”]Este post pertenece a la serie “Desafío Islandia”, un viaje/juego en conjunto con el blog Los viajes de Nena. Pueden seguirnos por Twitter con el hashtag #desafioislandia, a través de Instagram y Facebook. El Desafío Islandia 3: Desconectar en Reykjavík ya está en el blog de Lau. Ella publicará los desafíos impares y yo los pares. [/box]