Empezamos el viaje a dedo hacia nuestro último destino de Chile: San Pedro de Atacama. 1200 kilómetros que esperamos poder hacer en dos días. Como pasa con todos los lugares turísticos, hay opiniones encontradas acerca de San Pedro: muchos dicen que es lindo pero demasiado turístico, otros nos dicen que no nos perdamos los alrededores. Lo cierto es que San Pedro de Atacama es uno de los pueblos más caros de Chile (país que ya de por sí es caro para viajar). Para nosotros será nuestro lugar de paso antes de cruzar a Bolivia. Estamos en cuenta regresiva: si bien no tenemos fecha de vuelta ni planes, decidimos pasar Navidad y Año Nuevo con Olga y Mirla, dos de mis mejores amigas peruanas, así que ese es nuestro primer gran objetivo: viajar un poco por Bolivia y llegar a Lima (por tierra) antes del 24 de diciembre.

Este es el mapa del recorrido que hicimos de Coquimbo a San Pedro de Atacama:

La tarde antes de dejar Coquimbo salimos a pasear con Luis, nuestro anfitrión de Couchsurfing. Recorremos el barrio inglés, vamos al puerto, miramos a los pescadores, nos encontramos con bastante arte callejero. Si bien Coquimbo está “opacada” —turísticamente— por La Serena (la ciudad de al lado, más colonial) siento que es un lugar que tiene alma. Me gusta. La Serena, en cambio, no me cautivó demasiado. Para despedirnos de la ciudad, Luis nos invita a tomar la once a la casa de su abuela. ¿Qué es esto de la once, si no transcurre a las 11 de la mañana ni de la noche sino entre las 5 y las 9 pm? Los chilenos nos dieron varias teorías: “Es lo que ustedes llaman merienda. Consiste en tomar café o té junto con pan, dulce de leche, manteca, mermelada, palta, tomate, queso, huevos… A veces nosotros ni cenamos, tomamos la once y ya está”, nos dijo un chico de Couchsurfing. “La once se refiere al aguardiente: A-G-U-A-R-D-I-E-N-T-E tiene once letras; los trabajadores le decían ‘la once’ o ‘vamos a tomar la once’ para que nadie se diera cuenta de que iban a tomar alcohol durante la tarde (en la época colonial no se podía)”, nos contó un camionero. “Dicen que viene de la palabra lonche o lunch en inglés”, nos dijo una señora. Lo cierto es que tomar la once es algo bien chileno, y si está preparada por una abuela, mucho mejor: “Son cosas que te pasan si hacés Couchsurfing”, nos dice Luis mientras comemos las empanadas caseras de queso que nos preparó su abuela.

[singlepic id=7779 w=625 float=center] Algunas imágenes de Coquimbo, uno de los últimos lugares que visitamos en Chile

[singlepic id=7775 w=625 float=center] Pelícanos en una de las caletas de Coquimbo

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Día 1: avanzamos 350 km

A la mañana siguiente agarramos las mochilas y salimos a la ruta. Luis vive al lado de la ruta 5 así que es fácil empezar el trayecto. Pasan cuarenta y cinco minutos, me empieza a doler el brazo (hay mucho viento y cuesta mantenerlo firme), y frena Tito. Está apurado: “Suban suban, apuren, que no los vean”, nos mete en el auto y arranca a toda velocidad. “Es que mi jefa me prohibió que subiera gente y anda por aquí cerca, no quiero que me vea porque después me reta”, nos dice. En el camino a La Higuera, donde nos deja, se dedica a gastar la bocina con cada mujer que pasa cerca.

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Nos bajamos del auto y no esperamos ni cinco minutos: una camioneta frena de golpe. “Los vi allá en Coquimbo y tenía ganas de llevarlos, pero no pude parar porque iba por el otro carril”, nos dice Agustín apenas subimos. Ofrece llevarnos hasta Copiapó, a 280 km, donde vive. Me acomodo en el asiento de atrás, junto a su guitarra, y las horas se nos pasan volando: Agustín es viajero y tiene muchas historias. En el 2011 se fue de gira con su banda por América Latina en una casa rodante construida por él. Le pregunto qué tal la experiencia y nos dice que fue una de las mejores de su vida. Conocieron muchísima gente, intercambiaron música por alojamiento y comida: “Tocábamos en todas partes, nos encantaba hacerlo, era algo que disfrutábamos mucho”. La camioneta tenía espacio para diez personas así que siempre subían mochileros en el camino.

Cuando llegamos a Copiapó decidimos frenar por el día. Todavía es temprano, pero nos queda más de la mitad de camino y no queremos llegar de noche. Agustín nos sugiere que vayamos a conocer Bahía Inglesa (o el Parque Nacional Pan de Azúcar, aunque para eso necesitamos movilidad propia y no tenemos), nos regala su carpa para que podamos acampar en la playa y nos dice que si no tenemos dónde dormir lo llamemos y nos quedemos con él en Copiapó. Nos despedimos y hacemos dedo hacia Bahía Inglesa para pasar un día de playa (claramente fuera de itinerario).

[singlepic id=7785 w=625 float=center] Vamos en busca de las gaviotas…

Enseguida nos levanta una familia en camioneta y el padre nos dice que nos acomodemos atrás, en la caja (la parte abierta). Perfecto. Me encanta viajar ahí atrás y sentir el vientito. A los 15 minutos la camioneta frena en medio de la nada. El padre se baja y nos dice: “A mi hijo le duele el corazón…” (me asusto) “…y me pidió que por favor vengan adentro con nosotros” (ahhh…). Le decimos que estamos bien, que no se haga problema, y seguimos camino. Al rato un camión se pone atrás nuestro, pegadito, y veo que el conductor levanta su celular y nos saca una foto desde arriba. Una imagen que me hubiese gustado tener de recuerdo: nosotros dos en la caja rodeados de mochilas, en una camioneta blanca en una ruta chilena en algún lugar del planeta Tierra.

[singlepic id=7784 w=625 float=center] Primeras imágenes de Bahía Inglesa

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Finalmente llegamos a Bahía Inglesa, un pueblito mínimo que en verano explota. El mar está ahí nomás. Damián grita de golpe: “AH NO, ¡mirá el color del agua!”. Es transparente. Turquesa celeste clarito caribeño transparente. Se ve el fondo. Se ve todo lo que está adentro. Es un pedazo de mar Caribe al que le falló el GPS. Meto los pies: está frío pero me acostumbro rápido. Lo malo es el viento, así que nos refugiamos en la carpa y dormimos un ratito. Estamos en plena siesta cuando vemos algo negro que se mueve en círculos por una de las paredes de tela: es un perro y acaba de mear en nuestro hogar. Nos bautizó la carpa. Es la señal de que tenemos que levantar campamento e ir pensando dónde vamos a dormir. Nos acercamos a una casa y preguntamos dónde queda el camping. El dueño ofrece llevarnos en su camioneta, le queda de paso ya que tiene que salir de la ciudad. Le preguntamos a dónde va. “A Copiapó”. Nos miramos. “Vamos con vos”. Lo llamamos a Agustín y le avisamos que vamos para su casa.

Conclusión del día de Demian (dicho casi a los gritos y con emoción): “Viajando te pasan cosas extraordinarias todos los días. ¡La gente se tiene que animar!”.

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Día 2: avanzamos 768 km

A la mañana siguiente, Agustín nos deja en la ruta y otra vez nos entregamos al azar. Le digo a Damián: “Quiero que frene un camión con cama, desayuno, películas y música”. Hoy me da un poco de fiaca hacer dedo, pero ya estamos en el baile. A la media hora frena un camión que va directo a Antofagasta (y a mitad de camino nos dice que, como no tiene que volver a Copiapó, va a seguir hasta Calama). No nos podría haber ido mejor: Calama está a 768 km de Copiapó y a 100 km de San Pedro de Atacama. Daniel, el conductor, me deja al mando de la música, así que vamos escuchando de todo. Al principio pongo música en castellano, pero cuando me dice que también le gusta la música en inglés escuchamos Guns ’n’ Roses, Audioslave, Los Beatles y cantamos al unísono. Frenamos a almorzar en la ruta con sus compañeros: dos camioneros chilenos y un paraguayo. El paraguayo quiere sacarse fotos en la mano del desierto así que nos desviamos un poco de la ruta y vamos en caravana de camiones a sacarnos fotos con la escultura.

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El camino es desértico. Aridez total. No hay nada de nada. Nadie (casi nadie) puede vivir en un lugar tan seco. Daniel nos cuenta historias durante todo el viaje (él hace esta ruta todo el tiempo y conoce cada detalle del camino): “Se ven cosas raras en el desierto. Dicen que hay una pareja que hace dedo de noche y cuando uno frena desaparecen, nunca suben… Uno mira por el espejo y ya no están… También hay una niñita que siempre hace dedo en la curva que acabamos de pasar. Se sube, se sienta adelante, conversa y a los diez minutos si miras ya no está más. Ahí adelante hay un cementerio de guagüitas, está lleno de niñitos que murieron y de noche penan y mueven el camión”. A él nunca le pasó, pero por si acaso, no se anima a quedarse a dormir en esas zonas.

[singlepic id=7788 w=625 float=center] Esto fue lo último que vimos del mar

[singlepic id=7789 w=625 float=center]  Después, desierto total

También nos habla acerca de los personajes de la ruta. Hay un médico que vive en el desierto, al borde del camino: “Hace varios años se quedó dormido mientras manejaba y chocó. Toda su familia murió y él se volvió loco y se quedó a vivir ahí mismo en el lugar del accidente. Construyó casas de barro y vive ahí. Siempre nos pide que le demos agua o nos frena para conversar”. Dicho y hecho, unos kilómetros después, un señor con una barba muy blanca y un traje igual de blanco nos hace señas con un bidón en la mano. Está un poco enojado porque los camiones que iban adelante siguieron de largo. Le damos agua y se vuelve a su refugio (blanco también). “Hay días en que nos quedamos conversando, pero hoy está molesto”, nos cuenta Daniel.

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Después de unas 10 horas de música y charlas, Daniel llega a Calama y nos deja en el cruce a San Pedro: estamos solamente a 100 km (al lado de todo lo que hicimos, parece nada). Es de noche, son las 9 y ya está oscurísimo, pero decidimos intentarlo igual. Nos paramos debajo de un farol, hacemos un cartel que dice San Pedro de Atacama y cada vez que pasa un auto nos autoalumbramos con la luz del celular para que nos vean de lejos, sonreímos y movemos el cartel. Nadie frena, obviamente. Debemos parecer los dos fantasmas de la ruta. Así que a las 10 nos damos por vencidos y terminamos durmiendo en Calama (todavía no nos animamos a acampar al costado de la ruta tan cerca de una ciudad).

Al día siguiente salimos a San Pedro en bus. Estamos demasiado cansados como para seguir haciendo dedo después de dos días de tanto viaje. Finalmente llegamos a San Pedro de Atacama y ahí corroboro que lo importante no es llegar a destino, sino vivir todo lo que pasa entremedio. San Pedro (o por lo menos su centro) es tan turístico que no me inspira a escribir nada ni a sacar fotos. Los paisajes que lo rodean parecen muy lindos, pero debatimos y decidimos conocer los del lado boliviano. Un día antes de irnos de Chile hacemos un show de burbujas en una de las escuelas del pueblo: si pudimos hacerlas en el lugar más árido del mundo, podremos hacerlas en cualquier otro lugar.

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Ahora, Uyuni nos espera (a mí, por tercera vez). Estamos a pocos pasos de cruzar a Bolivia, el lugar en el que empezó todo, el país que me inspiró a viajar.