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En Montevideo se respira un aire distinto. Literalmente. Creo que hay más oxígeno, porque desde que llegué no paro de bostezar y de tener sueño. No sé qué me pasa, pero es como si hubiera un somnífero flotando en el aire, algo que me relaja, que me baja a tierra y me desacelera. Pasé diez días en Montevideo y es como si me hubiera ido a un spa en medio del campo. Mejor incluso, porque cuando uno va a un spa, va intencionalmente a desestresarse. Yo ni me lo propuse, pero pasó igual. El frío y el aire oxigenado de Montevideo hicieron que yo mutara de ser humano a marmota en estado de hibernación y que bajara las revoluciones que traía conmigo del otro lado del charco. Sin planearlo ni buscarlo, me terminé tomando vacaciones de la capital argentina (tan alocada ella) en la capital uruguaya (tan relajada ella).

De los diez días que estuve en Montevideo pasé seis sin Paula y cuatro con Paula.

[singlepic id=5565 w=625 float=center] Primeros días, sola.

***

Parte 1: Montevideo sin Paula (o El diario íntimo de una marmota en el invierno montevideano)

Eventos extra-ordinarios de mis primeros seis días en Montevideo.

Día 1. Domingo. Llegada de la marmota a Montevideo.

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Llegamos a Montevideo después de una visita fugaz por Punta del Este. Las calles están vacías, casi no hay tráfico, todo parece tranquilo, como siempre. Estamos en auto. Frenamos en alguna calle y le pedimos a una señora que nos indique cómo llegar al Mercado del Puerto. “Están lejísimos”, decreta. “Yo les puedo indicar, pero están re lejos, RE LEJOS, no saben lo lejos que están”, repite con mucho énfasis, como si le estuviésemos pidiendo indicaciones para llegar a Brasil. Le insistimos y finalmente le dice a Santi, el conductor: “Andá por esta derecho, metele con fritas y vas a llegar”. Unos quince minutos después, llegamos (lo de las fritas parece que ayudó bastante, aunque me pregunto si en vez de fritas podemos meterle con boniato glaseado). Lección uno: lo que para un montevideano es re lejos, para un porteño es bastante cerca. Por eso siempre digo que las distancias dentro de las ciudades son relativas. En Montevideo, para mí, todo está cerca.

[singlepic id=5538 w=625 float=center] El mercado del puerto. Un lindo lugar para almorzar un domingo, aunque caro.

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[singlepic id=5543 w=625 float=center] Después nos fuimos a ver el atardecer a Punta Gorda

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A la noche me encuentro con Fosse, Charly y Chucho, mis amigos uruguayos. Pasaron dos años y medio desde la última vez que los vi, pero es como si nos hubiésemos visto ayer, la charla continúa desde donde la dejamos la vez anterior. Sacamos cuentas: ya pasaron cinco años desde que los conocí, gracias a dos amigas del colegio que me llevaron a Montevideo a ver al No Te Va Gustar y me presentaron a los chicos. Nos vamos todos al Living, un bar/boliche de Parque Rodó. Hay funk (género musical que nos persigue desde que llegamos a Uruguay), gente bailando, grapamiel y muy buena onda. Charly va hasta su casa, busca el saxo y se pone a improvisar sobre la música. Es su forma de darme la bienvenida (o la re-bienvenida) a su ciudad, a esta ciudad en la que siempre quise quedarme más de cuatro días seguidos. Me despido de mis amigos argentinos (con los que fui a Punta), ellos se vuelven a Buenos Aires mañana, así que empieza la parte del viaje en la que quedo “sola” (con mis amigos uruguayos). 

Qué frío que hace en Montevideo de noche, la pucha. Duermo tapada hasta la cabeza y con varias capas de frazadas. Mañana será otro día.

[singlepic id=5546 h=625 float=center] Charly improvisando con el saxo

*** 

Día 2. Lunes. La marmota comienza su hibernación.

Me despierto con la frazada cubierta de estalactitas. Me abrigo con todo lo que tengo y salgo a caminar por las calles de Montevideo. Voy lento, me empieza a pegar el efecto relax de la ciudad. Acá todo es slow. Me encanta. Llego a la esquina y automáticamente freno para dejar pasar a los autos. Uno me toca bocina, creo que es el primer bocinazo que escucho desde que llegué. El conductor frenó y me está haciendo señas de que cruce. No lo puedo creer, pensé que esto pasaba solamente en Europa. Tanta cortesía me descoloca.

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Me tomo un colectivo que vaya por 18 de Julio y voy para la Ciudad Vieja. Me acuerdo de la última vez que estuve en este sector de la ciudad: era un domingo de enero y no había un alma, parecía un pueblo fantasma. Esta vez hay más gente, aunque nada comparada con el Microcentro porteño. Camino sin rumbo y empiezo a recordar: ahí es donde encontré la máquina de escribir abandonada, ahí había un árbol al que le saqué una foto, ahí fue donde le saqué las fotos a las dos nenas con el bodegón de fondo, ese es el mismo mural frente al que posé hace dos años, no está más la frase escrita en aquella pared…

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Cosas que me llaman la atención durante mi caminata: en la Ciudad Vieja casi no hay semáforos, pero los autos frenan igual. Las paredes están llenas de dos cosas: superficies reflejantes (igual que en Colonia, lo que me hace pensar en un “Montevideo a través del espejo”) y mensajes políticos o sociales. Las corbatas son un nudo en tu cuello. Rompé con tu rol de ciudadanx. Vos elegís qué querés plantar. Meterme en cana no es la solución. Pasate al verde. Aborto legal para no morir. ¿Y si antes de empezar por lo que hay que hacer, empezamos lo que tendríamos que haber hecho? El rebaño se desvía cuando el dinero brilla. El arte y la expresión callejera son un excelente termómetro del momento social que se está viviendo en un lugar. Acá veo que se está diciendo (o queriendo decir) mucho.

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Sigo caminando y llego a la Rambla. Está bajando el sol y todo se pone dorado. Cómo cambia una ciudad con agua. Qué poca bola que le damos a nuestro río en Buenos Aires. Montevideo mira al río, Buenos Aires le da la espalda. Son las 6 y ya es casi de noche, el invierno definitivamente no es mi estación preferida. Vuelvo a mi cueva y retomo mi estado de hibernación.

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Día 3. Martes. La marmota odia el invierno.

Son como las 11 de la mañana y me cuesta mucho salir de la cama. Lo decreto y lo acepto: este viaje se parece más a “vacaciones” que a un viaje. Hace demasiado frío. Saco cuentas: hace casi ocho meses ininterrumpidos que estoy en invierno. Tuve algunos enclaves soleados en el medio, pero en general hace ocho meses que no me saco las calzas ni la bufanda. Es demasiado. Antes de eso estuve como dos años y medio en verano. Daría todo por vivir siempre en un ciclo compuesto solamente por otoño y primavera.

Salgo a caminar por el barrio en dirección a Reus. Vi en internet que hay unas casitas de colores y me intriga verlas.

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En el camino voy jugando un juego: cuento cuántas personas van caminando por la misma cuadra que yo (de cualquiera de las dos veredas). Una. Tres. Cinco. Cero. Cero. Dos. Una. Cero. Cuatro. La ciudad me parece vacía y con poco tráfico. Me encanta. Cuento también cuántas personas van con el termo bajo el brazo y qué están haciendo mientras se ceban un mate. Hay uno en la parada de colectivo. Otro sentado en un escalón. Una pareja que camina abrazada. Todos van con el termo. Para mí que la ropa uruguaya viene con un velcro en el sobaco, para unirlo con otro velcro que viene en el termo, por eso no se les cae nunca. :D

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[singlepic id=5622 h=625 float=center] Mi amigo Fosse es bien uruguayo y siempre va con el termo bajo el brazo :)

A la noche salgo a tomar grapamiel (el único paliativo eficaz que encontré para el frío) con mis amigos y con Emilia, una brasilera que conocí de casualidad la vez anterior que estuve en Montevideo. Lo que es la vida: nos volvemos a encontrar en Montevideo, casi de casualidad (Facebook de por medio) dos años y medio después, sin planearlo.

El sábado llega Pau. Faltan años.

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Día 4. Miércoles. A la marmota le cuesta salir de la cueva.

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Son las 12.30 del mediodía y sigo en la cama. No puedo salir, se me congela la respiración si asomo la nariz fuera de las sábanas. Me pongo a mirar una película en la computadora. De repente veo la situación de afuera (es decir, me veo a mí misma metida en la cama mirando una película a las 12.30 del mediodía) y reacciono. Me levantó haciendo todo el esfuerzo del mundo, voy a la cocina y le digo a mi amigo Fosse (quien gentilmente accedió a alojarme en su casa):

—Te pido perdón. Tenés una marmota viviendo en tu casa. Te juro que en verano no haría esto, pero Montevideo y el frío me tienen como sedada.

Más tarde voy a la verdulería, como para sentirme útil y decir que salí un rato. El verdulero, muy simpático, me pregunta:

—¿De dónde sos vos? Porque hablás igual pero distinto…

— Soy de Argentina, de Buenos Aires.

—Ahhh, ahí va. ¿Y estás de vacaciones?

—Estem… Digamos que sí.

—¡Y te viniste con este frío!

Ni me lo digas.

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A la noche me voy a cenar a lo de mi amigo Charly, ahí a seis cuadras. Mientras los chicos hacen la comida me quedo dormida en el sillón, al lado de la estufa. Soy totalmente impresentable. Pido perdón por enésima vez: no sé qué me pasa, es como si el aire de Montevideo tuviera un somnífero. Hace días que estoy así. Esto es mejor que cualquier spa.

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Día 5. Jueves. La marmota tiene un día emocionante.

Un día muy emocionante en la vida de la marmota.

Después de almorzar me encuentro con Bruno, Nanu y Ariel, los chicos de Entrelazando, tres viajeros que están recorriendo América latina en kombi. Salieron hace dos meses y planean llegar a México, pero no tienen fechas ni itinerarios. Les hago muchas preguntas. Estoy con ganas de comprarme una kombi, pintarla toda y viajar por ahí. Es un sueño que tengo hace tiempo también: el sueño de la combi hippie o la casa rodante.

[singlepic id=5626 w=625 float=center] En Uruguay está lleno de kombis!

Más tarde me tomo el colectivo D11 para ir a Carrasco, el “San Isidro” de Montevideo. Es raro: este es un viaje de reencuentros, y esta vez voy a tener un reencuentro muy especial, después de 22 años sin vernos. Como conté en el post Vecinos, de chica pasé varios veranos en Uruguay con mi familia y con los Baccino, una familia uruguaya. Yo tendría unos tres o cuatro años cuando veranéabamos juntos en La Paloma y en Punta del Diablo. Después de eso nunca más los vi, solamente me quedaron las fotos y los recuerdos. A mi mamá se le ocurrió, hace unos días, buscarlos en Facebook y en pocos clicks retomó el contacto. Los llamé por teléfono y arreglamos para vernos. Los milagros de la tecnología.

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Camino a Carrasco voy sentada casi en el último asiento del bondi. De repente escucho una voz detrás mío que dice, casi en un susurro y con timidez: “Aniko”. Me doy vuelta y quedo cara a cara con un chico que no conozco. Le digo que sí, que soy yo y me quedo esperando su respuesta. “No lo puedo creer. Esta mañana estuve leyendo tu blog. Te reconocí por las zapatillas, en el post de Colonia hay una foto de tus zapatillas y son las mismas que tenés puestas ahora”. Chan. Se está por bajar. “¿Esta es Avenida Bolivia?”, le pregunto. Sí. Bajo con vos entonces. Me pregunta a dónde voy y le cuento del reencuentro. Se ofrece a ayudarme a encontrar la casa, porque en Carrasco es medio complicado ubicarse y lo más probable es que me pierda. Momento surrealista: voy caminando con un lector uruguayo que conocí de casualidad en el bondi y me guía por su ciudad en el momento justo. Llego a lo de los Baccino y me despido. Un gusto.

Me reencuentro con Rosario, con Agustina (una de las hijas de Rosario), con Delfi (la hija de Agustina) y, más tarde, con Pol (padre de Rosario, reconocido escritor uruguayo). Charlamos y nos reímos durante horas. Pensar que la última vez que los vi yo tenía muy pocos años de vida, ni siquiera era un proyecto de viajera. ¿O sí? Rosario me cuenta que durante aquellos veranos mis papás se iban a pasar el día al Chuy y me dejaban sola con ellos, y yo, al parecer, me quedaba tranquilísima ahí, jugando con los chicos, sin extrañar ni un poco. Me adaptaba a todo de chica ya. Me entero, además, de que ya conozco Cabo Polonio. Fuimos varias veces, pero de eso sí que ni me acuerdo. Hablamos de mis viajes, de la vida en Uruguay, de los recuerdos. Hablo con Pol de escritora a escritor y mis ganas de terminar (o empezar) mi primer libro se multiplican. Es el momento, basta de procrastinar.

Se hace de noche. Vuelvo a casa. Fue un lindísimo día. Faltan menos de 48 horas para que llegue Pau. Alegría.

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Día 6. Viernes. La marmota observa.

Salgo a caminar por ahí y veo muchas escenas urbanas. Parejas abrazadas esperando el colectivo con el viento frío que les da en la cara. Una pareja besándose contra la pared de lo que parece ser un edificio público. Pintadas políticas y arte callejero en las paredes. Hombres caminando con el termo bajo el brazo. Vendedores y músicos callejeros. Una botella de Pilsen rota. Un señor que duerme en la calle. Baldosas pintadas con tizas de colores. Un grupo de pibes fumando en una esquina.

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En mitad de una calle me choco con un bosque de gomaespuma. Freno sin saber qué hacer. Hay varios árboles de gomaespuma cortando la vereda en dos, como si fuesen una barrera. Alguien me dice, desde el otro lado, que pase tranquila, así que me meto entre los árboles. Son blanditos. Uno de los que está ahí me cuenta que los árboles forman parte de una obra infantil que se está por estrenar —Caperucita Roja— y me invita a verla. Nunca voy porque no tengo idea dónde quedaba el lugar. Se hace de noche. Entro a un minimercado a comprar agua y la cajera me dice, riéndose, que hace mucho calor afuera y que me cuide del sol.

Mientras tanto, a pocas cuadras de donde estoy viviendo se está haciendo una Chuponeada Masiva para protestar de manera pacífica contra la discriminación. Una chuponeada masiva es eso: gente que va en masa a darse besos en un parque. Alguien lo dijo en Facebook: “en Montevideo sobran plazas y besos”. Quiero ir a sacar fotos pero siento que sería demasiado voyeur lo mío. Finalmente el frío me gana y me quedo adentro, guardada en mi cueva.

Mañana llega Pau. Estoy feliz. Qué lindo que es Montevideo.

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