Hay gente que no conoce el mar hasta la adultez y recuerda su primera vez frente al océano como uno de los días más importantes de su vida. Yo debo haberlo conocido casi el mismo día que nací (o incluso antes) ya que mis papás siempre fueron fanáticos del agua y, cada vez que pudieron, me llevaron a pasar unos días al mar. Pero con la nieve no había caso. Durante mucho tiempo les pedí, ingenuamente, que me llevaran a conocer la nieve. Y siempre íbamos a la playa. Finalmente me di por vencida: era una batalla que no iba a ganar jamás. Tendría que ir a buscarla por mi cuenta, cuando tuviera edad para hacerlo.

Mi primer encuentro con ella fue planeado. Fui preparada, con ropa de invierno y esa emoción anticipada que sentimos cuando sabemos que va a pasar algo que esperamos hace tiempo. El resto de las veces, apareció en mis viajes de sorpresa.

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Uno

La vi por primera vez, en vivo y en directo, a los dieciocho años. Me había ido a Bariloche (en el sur de Argentina) de viaje de egresados en bus —el primer viaje de 24 horas en bus de mi vida— y, apenas (literalmente) llegamos a la estación, empezaron a caer los copos de bienvenida. Todavía me acuerdo. Para el resto de mis compañeros aquello era, probablemente, un hecho meteorológico normal y esperado: para muchos argentinos es muy común irse de vacaciones de invierno al sur de nuestro país, donde casi siempre nieva. Para mí, era la novedad. Nos quedamos una semana y los primeros días intenté aprender a esquiar. No tuve mucho éxito. Me divertía más hacer pelotitas de nieve con las manos o pisar el suelo blanco y que se me hundieran los pies antes que ponerme dos zapatos con palos alargados y deslizarme por una montaña (en compañía de mi torpeza y mi falta de coordinación) hacia lo que probablemente sería una experiencia cercana a la muerte. Tengo fotos en papel y están en Buenos Aires, así que no puedo subir nada de aquel viaje en este momento.

Dos

La segunda vez fue, probablemente, la más inesperada y especial de todas. Era domingo. Todavía vivía en Buenos Aires, estudiaba Comunicación y soñaba con viajar. La noche anterior había salido con mi hermana Dafne a una fiesta, así que dormimos hasta el mediodía. Nos despertamos con la pereza típica del domingo, miramos por la ventana del piso 18 y la vimos caer. Fue increíble: hacía casi un siglo que no nevaba en Buenos Aires. Y fue uno de esos días que quedó en la memoria colectiva de toda la ciudad. A que sí. Seguramente, si sos de Buenos Aires, te estás acordando de qué hiciste aquel domingo.

[singlepic id=4102 w=625 h= float=center]  La foto no es muy buena pero es la única que encontré en mi compu. Tengo el resto en Buenos Aires también, así que las subiré a la vuelta. Esta es la vista con la que nos encontramos aquella mañana de domingo.

Tres

La tercera vez que la vi fue durante mi segundo viaje a Bolivia. Tenía 22 años, había empezado mi periplo por América latina y estaba viajando por lo que debe ser el país latinoamericano con los paisajes más surrealistas, mágicos y de otro planeta que tiene nuestro continente. Estaba con mi amiga Vicky, haciendo ese tour conocido como “El tour de tres días en 4×4 por el Salar de Uyuni y alrededores”. Primera parada, el Salar de Uyuni: ese inmenso paisaje blanco que, en las fotos, parece hecho de nieve pero no: es de sal. 14.000 km2 de sal. ¿Dónde se ha visto tanta sal junta? Después: lagunas verdes, rojas, turquesas, desiertos de rocas, árboles de piedra, geiseres, picos nevados con vicuñas y alpacas, lagunas con flamencos… El tour culminó en el lugar más árido del mundo: el desierto de Atacama, en la frontera con Chile. En medio de ese paisaje marrón y desolado había un bus pintado de colores, sin ruedas, abandonado y, a pocos metros, un parche blanco, frío y blandito. Nieve.

[singlepic id=4110 w=625 h= float=center] Y, para no ser menos, me saqué una foto.

Cuatro

En mayo de 2011, después de un año y medio ininterrumpido de verano, llegué al invierno chino. Me había ido de Buenos Aires cuando terminaba el verano, pasé más de un año en el calor tropical (inmutable) del Sudeste Asiático y, por fin, viajé a China. Y en China, cuando hace frío, hace frío. Mi primera parada fue Chengdú, en el centro del país. Tenía la mochila llena de ropa de verano y casi nada para el frío (excepto unas calzas, un pañuelo y un buzo de algodón). Susie, la chica que me alojó, me vio demasiado desabrigada y me regaló una campera. Me di cuenta de que por más ropa que me pusiera encima, mi cuerpo no iba a acostumbrarse al frío, así que decidí cambiar mi ruta: en vez de seguir camino hacia el norte, me fui al sur, donde la temperatura era un poquito más alta. China tiene varias ciudades conocidas como “La Ciudad de la Eterna Primavera” porque su microclima cuasi veraniego se mantiene constante a lo largo del año. Una de ellas es Kunming, en la provincia de Yunnan. El día que llegué a Kunming el cielo estaba despejado y hacía calor. Estaba tan lindo que caminé durante todo el día sin abrigo, feliz de sentir el sol otra vez. A la mañana siguiente me desperté muerta de frío, salí de la habitación del hostel, me asomé a la terraza y no pude creer lo que veía: estaba nevando en Kunming. Chequeé las noticias y descubrí que era algo que ocurría una vez cada década. Y justo me tocó a mí.

[singlepic id=4112 h=625 float=center] Así de despejado estaba el cielo en Kunming cuando llegué. No sé por qué pero me parece que no le saqué fotos a la nevada. Seguramente tuve demasiado frío.

Cinco

Nunca imaginé que vería la nieve por quinta vez en mi vida en África, en ese continente que automáticamente asociamos con el calor. Tampoco pensé que el invierno de Marruecos iba a ser tan frío. Pero lo bueno de viajar es que uno descubre que no todo es lo que parece.

Andi y yo llegamos a Azrou, un pueblito en las montañas, con frío pero con sol. Al segundo o tercer día nos contactamos con Zakaria, un marroquí de Couchsurfing, y nos encontramos con él para tomar un té (actividad social marroquí por excelencia). Zakaria es guía de montaña, así que nos ofreció hacernos un tour por los bosques y parques de las afueras del pueblito. “Bueno, pero vamos pasado mañana”, le dijimos. Y tuvimos mucha suerte.

La mañana siguiente, mientras Andi y yo caminábamos por el pueblo, tuvimos una conversación parecida a esta:

Andi: —¿Sabés lo que estaría bueno? Que llueva y además nieve. (Nota: desde que llegamos a Marruecos no había llovido nunca. Y nevado, mucho menos.)
Yo (irónicamente): —Sí, sobre todo porque tengo una ropa que no sabés cómo abriga para la nieve.
Andi: —Jaja. Quiero nieve.
Yo: —Alá te escuche.

Al rato nos sentamos en un bar para tomar un café y usar el wifi.

Andi (mirando por la ventana, con alegría y orgullo): —¡Mirá! ¡Está lloviendo!
Yo: —Alá escuchó tus plegarias. Dale, pedile que nieve también.
Andi (cuasi gritando por la ventana del café donde estábamos sentados): —¡Nieveeeee! ¡Queremos nieveee!

Y, a los pocos minutos, nos encontramos con esto:

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NIEVE EN MARRUECOS.

Al día siguiente hicimos el trekking por la montaña con Zakaria. Y, gracias a la nevada que Alá le mandó a Andi de regalo, pudimos disfrutar de un bosque mágico cubierto de nieve, como este.

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Y, tal vez, si la nieve hubiese formado parte de mi vida desde muy chica, ninguno de estos cinco momentos me hubiese parecido tan especial.