Sincronicidad (Synchronicity): según Carl Jung, la sincronicidad es la simultaneidad de dos eventos que no son causa y efecto entre sí pero que están vinculados por el sentido. Son esas coincidencias no casuales (lo que muchas veces llamamos “señales”) en las que el universo intenta decirnos cosas. 

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Esta historia empezó antes de que nos diéramos cuenta. Quizá en el aeropuerto de Reyjkavík, cuando un impulso me hizo guardarme una copia de la revista Atlantica (“All about Iceland”). Quizá cuando Lau anotó el nombre del único miembro de Couchsurfing en Seyðisfjörður para tener un contacto por si acaso. Quizá cuando nadie nos levantaba en la ruta hacia los fiordos del este. Quizá cuando volvimos a encontrarnos al italiano y le dijimos de sacarnos una foto con él. Quizá cuando decidimos viajar a Islandia y dejar que el camino nos lleve a donde quisiera. Quizá mucho antes, en Buenos Aires, cuando participé de una movida artística que se dedicaba a embellecer lo efímero. O quizá en el 2005, cuando una empresa de pescado decidió mudar su base de operaciones a otra parte de Islandia. Como sea, esta es una historia de sincronicidad.

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Vamos a sincerarnos: viajamos a Islandia sin ningún tipo de plan ni itinerario. Por un lado, porque no tuvimos tiempo de preparar nada (los días previos al viaje fueron caóticos); por otro, porque nos divertía la idea de ser viajadas por un lugar. ¿Y a dónde van a ir en Islandia? A donde nos lleven. Eso hizo, quizá, que el día que aterrizamos en Reykjavík nos pusiéramos a recolectar folletos, revistas y guías a lo loco, tal vez para sentirnos un poco menos culpables de haber llegado tan poco informadas.

Durante alguno de nuestros primeros días en Reykjavík me puse a hojear una de las revistas y me choqué con un artículo que me llamó mucho la atención: el título era “Stuck in Stöðvarfjörður” (“Atrapados en Stöðvarfjörður”) y contaba que en un pueblito de los fiordos del este (“los remotos fiordos del este”, según la periodista), un grupo de artistas locales y extranjeros había recuperado una fábrica de pescado abandonada y la estaba convirtiendo en un centro artístico, creativo y comunitario autosustentable. Yo había llegado a Islandia sin una lista obligatoria de lugares que quería conocer (estaba abierta a lo que surgiera) y de golpe esa fábrica se puso en el puesto número uno. Me encanta ver paisajes, pero estas movidas artísticas autogestionadas le ganan a casi todo. Le mostré el artículo a Lau y me guardé la revista con intención de encontrar esa fábrica, aunque tuve algunas dudas: Tal vez no sea tan fácil acceder a esta comunidad, quizá no quieren recibir a nadie de afuera, es obvio que no voy a poder entrar a la fábrica solo porque la vi en una revista… Ver ese espacio artístico por dentro y conocer a los que estaban a cargo del proyecto se convirtió en mi desafío personal.

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Dimos la vuelta a la isla en el sentido de las agujas del reloj (escribo en pasado porque ya nos fuimos de Islandia, pero hagamos de cuenta que seguimos ahí…) pero, como dije antes, sin demasiado plan. Una pareja canadiense que nos levantó en la ruta nos recomendó visitar Seyðisfjörður (se pronuncia “seidisfiordur”) (no saben lo que nos costaba recordar los nombres de cada lugar), un pueblito de los fiordos del este (no el de la fábrica sino otro, aunque suenan parecido), así que fuimos para allá. Buscamos couch, un poco a último minuto, y solamente encontramos a un chico italiano, así que nos anotamos su nombre para tener un contacto por las dudas, pero nunca le avisamos que íbamos para allá.

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Imágenes de Seyðisfjörður

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Llegamos a Seyðisfjörður con el desafío de no pagar ni una noche de alojamiento en pie (Laura escribirá al respecto), y al no conseguir dónde quedarnos fuimos en busca del italiano. No sabíamos por dónde empezar a buscarlo, así que optamos por lo que teníamos a mano: estábamos paradas al lado de un restaurante, así que entramos y le preguntamos a la chica de la barra si conocía a un chico italiano de tal nombre. Se quedó callada, hizo como que pensaba y se rió: “Sí chicas, está acá, es el chef”. Sabemos que en los pueblos casi todos se conocen, pero que haya estado en el primer lugar que lo buscamos fue demasiada coincidencia. Esa noche fuimos a tomar una cerveza con él y sus amigos y nunca pensamos que el italiano, sin saberlo, sería el nexo entre nosotras y la fábrica de artistas.

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Es verdad que el mundo es un pañuelo…

Al día siguiente nos paramos a la salida del pueblo con la intención de llegar a dedo a Stöðvarfjörður, el pueblito de la fábrica, o de por lo menos recorrer los fiordos del este, acampar en algún lugar y seguir rumbo al sur para volver a Reykjavík en tres días. Si bien tenía muchas ganas de conocer la fábrica no sabía qué tan accesible sería la ruta para llegar al pueblo y como ya nos quedaba poco tiempo en Islandia no queríamos quedarnos clavadas en medio de la nada. Ciertas partes de la isla, como el este, tienen muy pocos turistas y rutas casi desiertas, así que salir de (o llegar a) algunos pueblos a dedo no es fácil. Ese día dejamos que el azar decidiera por nosotras.

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Teníamos chances de quedar “varadas” en lugares así…

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Con rutas desiertas y casi nada de gente.

Todos los autos que pasaban nos ignoraban. ¿Tendremos algo?, le pregunté a Lau. Era raro que nadie nos hiciera ni un gesto de reconocimiento.  Si todo iba a ser a ese ritmo, no íbamos a llegar nunca. Casi una hora después (lo cual, en términos autoestopísticos islandeses, es mucho) frenó una camioneta. Mientras se acercaba le hicimos un mini bailecito de felicidad y cuando estacionó nos dimos cuenta de que el conductor era el italiano. Conclusión: si están haciendo dedo y no frena ningún auto, paciencia: siempre los levanta el que los tenía que levantar (y puede que tarde un poco más en pasar a buscarlos).

Avanzamos por la ruta muy contentas, charlando hasta por los codos con el italiano, y cuando llegamos a Egilsstaðir le dijimos que no podía irse sin que nos sacáramos una foto juntos. Pero esa vez, en lugar de hacer una autofoto (o selfie) como hicimos con casi toda la gente que nos levantó a dedo, quisimos hacer una foto de verdad, así que Lau se acercó al único auto que estaba estacionado cerca y le preguntó al chico que manejaba si podía sacarnos una foto. Dijo que sí, se bajó del auto, nos sacó la foto y nos preguntó a dónde íbamos. Era irlandés.

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La foto en cuestión

—Queremos llegar a Stöðvarfjörður.

Le mostramos el lugar en el mapa, pensando que no iba a conocerlo (es un pueblo de 200 habitantes, y la mayoría de la gente a la que le hablamos del lugar no sabía dónde quedaba).

—¿Ah sí? Yo vivo ahí… Soy músico y estoy trabajando en un proyecto con otros artistas, estamos armando un estudio de grabación.

—Qué bien… ¿Puede ser que en ese pueblo hay una fábrica de pescado abandonada que está siendo convertida en un centro artístico? Porque lo vimos en una revista y tenemos muchas ganas de ir a conocerla…

—Sí, justamente ahí estoy trabajando yo. Miren, si nos esperan un rato, mi novia y yo podemos llevarlas…

Nah.

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Foto: thecoolhunter.net

No podía ser. Ni que nos hubiésemos puesto de acuerdo. Si no hubiera sido por la antiselfie, si no hubiera sido por el italiano, si no hubiera sido por todo lo que pasó antes…

Sin embargo, un rato después, la propuesta de ir con ellos se pinchó. Tenían que hacer bastantes trámites y al parecer tenían otros planes, así que quedamos en lo siguiente: nosotras haríamos dedo para intentar llegar, y si ellos nos veían en la ruta cuando volvieran al pueblo nos levantarían. Por dentro volví a dudar: ¿y si esto es una señal de que no tenemos que ir? Ya eran como las seis de la tarde y empezaba a hacer frío. Nos esperaba una ruta muy vacía y no teníamos ganas de acampar a la intemperie (habíamos pasado demasiado frío las noches anteriores). Si llegábamos al pueblo de la fábrica tampoco teníamos dónde dormir. Nos quedaba poco tiempo en Islandia y contábamos los días como las monedas para el colectivo: “No nos alcanzan”. La decisión quedaba en mí, era yo la que quería ir a la fábrica. Lau, por suerte, me bancaba.

—Vamos, intentémoslo, no quiero quedarme con la duda o la bronca por no haber ido.

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Ubicación de la fábrica (donde dice “Here”). Nosotras estábamos más o menos de donde sale la flecha azul. Foto: inhere.is

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Hicimos dedo y pasamos por este paisaje

Costó bastante llegar y pasaron muchas cosas en el medio (contaré más al respecto en el próximo post —“Dar la vuelta a la isla a dedo”— ya que son historias de autostop). Casi quedamos varadas en una intersección por la que habrán pasado cinco autos en una hora hasta que finalmente nos levantó una chica alemana e hicimos los últimos 26 kilómetros hasta el pueblo. La fábrica se veía desde la ruta (el pueblo tiene muy pocas calles), así que le pedimos a la alemana que nos deje ahí mismo. Además de murales, la ex fábrica de pescado tenía pintado su nuevo nombre artístico: “Here” (“Aquí”). En ese momento me acordé mucho de Algún Lado, una movida iniciada, en parte, por Vero Gatti, mi amiga e ilustradora personal, en Buenos Aires en el 2009. Consistía en intervenir lugares que estaban a punto de ser demolidos: se hacía una convocatoria de artistas y quien quisiera podía ir a pintar murales y stencils, colgar fotos, hacer música y poner globos. La idea era llenar esos espacios de arte antes de que desaparecieran. Yo participé con un mural bastante humilde del Submarino Amarillo.

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Primeras imágenes de la fábrica de artistas de Stöðvarfjörður

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Este edificio no forma parte de la fábrica, pero también fue intervenido por artistas.

Nos acercamos, golpeamos las puertas de la fábrica y nada, no hubo respuesta. Era domingo y no sé veían más que dos o tres de los doscientos habitantes. Preguntamos por Rósa, una de las artistas, y nos indicaron dónde quedaba su casa, así que fuimos a golpearle la puerta (en Islandia esto de golpear puertas de desconocidos es normal). No estaba. Nos fuimos medio resignadas al camping. ¿Y si no volvíamos a ver al irlandés? ¿Y si la fábrica estaba cerrada al día siguiente? ¿Y si habíamos llegado tan lejos para verla de afuera? En ese momento la sincronicidad volvió a hacer lo suyo: nos cruzamos con el irlandés (Vinny) y su novia (Una) que acababan de llegar. Nos habían cocinado una pizza y ofrecieron llevarnos a conocer la fábrica la mañana siguiente. Aquel fue el día de golpear puertas: para no morirnos de frío en la carpa decidimos ir a pedir frazadas, así que golpeamos tres puertas más (de las casas más cercanas) y nos fuimos a dormir con seis frazadas encima (y fueron seis porque paramos de pedir, sino creo que hubiésemos conseguido veinte, fácil).

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Fue más fuerte que nosotras: antes de ponerlas en la carpa hicimos un patchwork de frazadas.

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Felices porque íbamos a dormir calentitas.

La mañana siguiente todo fluyó. Fuimos para la fábrica y Vinny nos hizo un recorrido y nos contó la historia del lugar. En el 2005, la empresa de pescado del pueblo decidió mudarse al norte del país y la fábrica cerró: treinta y dos de las doscientas personas de la comunidad perdieron su trabajo. Al poco tiempo cerró la oficina de correo, el banco y el supermercado, y mucha gente joven empezó a irse del pueblo porque no veía futuro. En el 2010, Rósa y Zdenek (una pareja islandesa-checa) y otras trece personas lograron convencer al gobierno de que no demoliera la fábrica (lo cual iba a costar una fortuna) y compraron el edificio de 2800 metros cuadrados por menos de mil euros. Crearon HERE Creative Center con el objetivo de ser una plataforma creativa, ofrecer un espacio alternativo y autosustentable y reactivar la comunidad.

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Arroyito en medio del pueblo

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La fábrica por dentro

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Taller de fabricación de juguetes de madera

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Sala de estar

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Casi todos los objetos son recuperados de la basura o fabricados por ellos

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Hay mucho trabajo en madera

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Instalación con lamparitas

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Lugar de reunión

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Este era el frigorífico. Tiene la mejor acústica de la fábrica.

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Acá va a ser la residencia para los artistas

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Estas son casi las únicas ventanas de la fábrica, por ahora.

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Otro taller

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Un trabajo terminado (saqué la foto porque estoy casi segura de que ese mantelito es húngaro… Mi mamá tiene varios casi iguales).

Mientras caminábamos por el interior, Vinny nos explicó qué función había cumplido cada área cuando aquello era una fábrica de procesamiento de pescado y qué función cumplía ahora. Después de mucho trabajo, habían logrado construir un estudio de radio, una galería, talleres de trabajo, varias sala de estar y estaban planeando hacer una sala de conciertos, un estudio de grabación, un café, un museo, un mercado, un centro de exhibiciones y un teatro. Mucho se construyó con materiales recolectados de los escombros de la fábrica y, si bien hay mucho por hacer, un espacio que podría haber quedado abandonado se está llenando de arte y proyectos gracias al esfuerzo y la pasión de un grupo de personas. Tengo la sensación de que cada vez voy a encontrarme con más lugares así alrededor del mundo. Ojalá que aparezcan en manadas, como honguitos después de la lluvia.

Desafío principal (y mini desafíos intermedios): completo.

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Pasamos de esto

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a esto.

[box border=”full”]Este post pertenece a la serie “Desafío Islandia”, un viaje/juego en conjunto con el blog Los viajes de Nena. Pueden seguirnos por Twitter con el hashtag #desafioislandia, a través de Instagram y Facebook. El Desafío Islandia 7: Abrazar a cinco islandeses ya está en el blog de Lau. Ella publica los desafíos impares y yo los pares. [/box]