Voy con la ventana abierta, mirando hacia fuera y pensando que no hay momento que me guste más que éste.

Estoy viajando en colectivo de Tha Khaek a Savannaketh: es un bus local, de esos con asientos descosidos, con laosianos que me miran curiosos, y que se hacen los distraídos cuando les devuelvo la mirada, con bocinazos a las vacas que se cruzan en la ruta y sin aire acondicionado.

Por suerte.

Cómo odio el aire acondicionado.

Prefiero ir con la ventana abierta, sentir qué clima hace afuera, respirar el mismo aire que la gente local.

Como ya conté, amo viajar por tierra, me encanta ver lo que hay entremedio de dos lugares, me gusta sentir que cruzo el país, aunque sea a toda velocidad.

El bus frena.

— Savannaketh! dice el co-conductor.

— ¿Tan rápido? Me pregunto.

Soy la única extranjera que se baja (somos tres).

Es pleno mediodía y por más invierno que sea, en Laos sigue haciendo calor.

Los conductores de tuk-tuk ni se me acercan, sino que me hacen señas para que yo vaya hacia ellos (lo del relajo laosiano es muy cierto).

— Where you go? Al centro de la ciudad.

— 20.000 kip.

— No, too much.

— 20.000 kip.

No, no quiero pagar tres dólares si acabo de pagar lo mismo para viajar tres horas. Qué bronca. Cómo odio mi moneda, todo hay que multiplicarlo por cuatro.

En momentos como éste desearía haber nacido en Inglaterra, donde tienen la libra y a Los Beatles.

El conductor ni se molesta en hacerme descuento. Empiezo a caminar sola, pregunto dónde está el río Mekong, como para orientarme, y me voy, un poco de mal humor.

Me niego, me niego, me niego, me niego.

Hace mucho calor y no tengo idea a dónde voy ni a cuántas cuadras estoy del centro.

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Mientras camino pienso en eso que siento cada vez que llego a una ciudad nueva.

Mi primera impresión es que no tengo idea dónde estoy ni cuál es la lógica del lugar. Por más que tenga un mapa, todavía no sé cómo se piensa en esta ciudad, cómo se actúa, cuáles son las reglas implícitas. Seguramente los locales, que me ven medio perdida y con dos mochilas deben pensar que es muy fácil orientarse: para un lado está el río, para el otro está el centro, acá a la vuelta hay un restaurante muy bueno, mi casa queda a dos cuadras, el colegio está por allá.

La desencajada en el paisaje rutinario soy yo, que salí quién sabe de dónde, con este aspecto de no pertenecer.

Para mí en cambio todo es nuevo, todo es desconocido.

Me da cierto vértigo pensar que esta ciudad ya tiene una rutina que desconozco, que ya existe y funciona desde mucho antes de que yo llegara, y que seguirá funcionando de la misma manera cuando yo me vaya, sin que mi visita siquiera la inmute.

Lo que más impresión me da es cuando las miradas se chocan: yo, persona ajena, extraña, outsider, miro a una persona local, pieza indispensable del lugar, y por un momento nuestros mundos se fusionan. Estamos los dos acá y ahora, en el mismo lugar, realizando la misma acción, uniendo dos lugares completamente remotos uno de otro.

¿Le cambiará en algo mi mirada? ¿O seguirá inmutable como su ciudad?

Camino un kilómetro.

¿Dónde están los tuk-tuks cuando uno los necesita? Nadie sabe indicarme qué calle seguir. Le muestro mi mapa (incompleto, ya que solamente se ve el centro de la ciudad) a un hombre, le señalo una dirección y sentencio:

— Guesthouse… tuk-tuk… y con mímica le explico que quiero ir en transporte hasta ahí. Me responde:

— ¡Guesthouse tuk-tuk! y señala hacia alguna dirección.

Al parecer hay una guesthouse llamada Tuk-tuk.

No lo creo…  Salgo del restaurante y sigo caminando hacia el lado del río. Es sábado, pero en Laos pareciera que todos los días es domingo.

Pienso quién me manda a caminar a esta hora con el sol así, quién me manda a nacer en un país donde la moneda no vale, quién me manda a viajar acá, quién me manda.

Y de repente, sin advertencia, la veo, boca arriba: un diez de corazones. Mi primera reacción es mirar la carta como las miraba antes de empezar a juntarlas: ¡Ah! Ahí hay otra, algún día las levantaré del piso.

Pero enseguida me acuerdo: ¡Ya las estoy coleccionando! La agarro, feliz, feliz de no haberme tomado el tuk-tuk de 20.000 kip, feliz de haber caminado por esta calle, feliz de ser una loca que se pone feliz cuando encuentra un naipe abandonado en Asia. Ya tengo seis.

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A los cinco minutos pasa un tuk-tuk que me lleva por 10.000 kip. Bien, mitad de precio no está mal. Y creo que fue como el último vaso de agua en el desierto: lo hubiese tomado por el precio que sea.

Veo, por fin, Savannakhet.

Me enamoro.

Me enamoro perdidamente de esta ciudad colonial descascarada y venida abajo.

Me enamoro de los chicos jugando en la calle sin preocupaciones, de los hello y sabaidee de los bebés (incentivados por los padres que los sostienen en brazos y les mueven el bracito para que me saluden), de los monjes que me charlan en inglés y me preguntan si me gusta Laos, de la gente sentada frente al río mirando cómo baja el sol sobre Tailandia.

Me enamoro de esta ciudad tan poco turística y tan tan linda.

Siento como si hubiese descubierto un secreto, un lugar fuera del mapa. ¿Cómo es posible que no esté desbordada de turistas? ¿Cómo es posible que sea tan auténtica? Siento que es un lugar armado solo para mí y para mi cámara.

Alquilo una bici y salgo a dar vueltas.

Acá se ve la cultura callejera de Asia en todo su esplendor.

La gente siempre está afuera, la vereda es su espacio público, y lo que debería ser el espacio privado (las casas) también está abierto a las miradas. Las mujeres cocinan afuera, la gente come en mesitas de plástico en las esquinas, un grupo de nenas juega al supermercado (o algo así) casi en la calle, los nenes usan una cuadra como cancha de fútbol, tres nenas se suben a una bicicleta y se divierten haciendo volar un cometa, los puestitos de comida preparan sus alfombras a orillas del río.

Acá no existen las puertas principales: las casas y negocios directamente no tienen la pared de frente, sino que cierran este hueco de noche con persianas (las mismas de los ascensores antiguos en Buenos Aires).

Acá no existe ese miedo de que te roben, de que te desvalijen la casa, de que entren a tu espacio privado, de que vean tus secretos.

En esta ciudad parece no haber secretos.

Cuando alquilé la bicicleta no me pidieron absolutamente nada, ni plata ni mi pasaporte ni mi nombre, solamente me preguntaron en qué guesthouse estaba y con eso fue suficiente.

¿Existe el amor entre una persona y una ciudad? Yo creo que sí.

Pasa cuando uno menos lo espera, en el lugar menos pensando, en el momento menos predecible.

Y también creo que pasa con esos lugares de los que la gente se pregunta “¡¿pero qué le ve?!”.

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[box]Datos útiles para visitar Savannakhet:

Transporte: bus desde Tha Khaek 25.000 kip (3 horas, 3 dólares). Tuk-tuk desde la terminal hasta el centro de 10.000 a 20.000 kip (entre USD 1.20 y 3). Alquiler de bicicleta, 15-20.000 kip por día (USD 2-3).

Comida: licuados por 5000 kip, fried noodles con pollo por 15.000 kip (2 USD), desayuno completo por 18.000 kip (USD 2.50), cerveza 10.000 kip, agua de litro y medio 5000 kip.

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