Llegué a Siem Reap a las 7.05 AM del martes 19, sin haber dormido en toda la noche y agotada de tanto caminar en Singapur los dos días anteriores.

Cualquiera que haya tomado un vuelo en estos horarios estrambóticos sabe lo cansador que resulta para el cuerpo y para el ánimo (ejemplo: vuelo que sale a las 5 de la mañana: tenés que estar en el aeropuerto dos o tres horas antes, por ende salir una hora antes de tu casa, por ende prepararte dos horas antes, por ende… terminás pasando la noche sin dormir).

Dormí media hora en el aeropuerto, mientras esperaba para embarcar, y una media hora entrecortada con la cabeza sobre la mesita de adelante durante el vuelo.

Cuando estábamos por aterrizar pensé que lo único que quería era tirarme en paracaídas y descender sobre una cama.

No me importaba Cambodia, Camboya, como se diga, ni Angkor Wat, ni nada.

Para que vean que no iba de lo mejor predispuesta.

Además, a todo esto podríamos subar que ya estaba extrañando horrores a mi novio y pensaba quién corno me mandó a viajar a Camboya me quiero volver a Indonesia ya.

Pero la vista del avión me despejó y me devolvió el asombro y el ánimo.

Creo que la mayoría de los vuelos que tomé anteriormente en mi vida aterrizaron en capitales, en grandes ciudades llenas de autos y edificios. Y ahora me doy cuenta de que lo estresante de tomar un avión es llegar, tener que hacer todos los trámites aeroportuarios por segunda vez para después tener que enfrentarse al tráfico y atravesar una ciudad muchas veces desconocida.

Por eso cuando vi que estábamos descendiendo sobre un colchón verde, con casitas de madera desparramadas por ahí, con charcos de agua por todos lados (que bien podrían ser lagos o producto de las inundaciones, no lo sé), con el sol recién salido y un silencio que se sentía desde el avión, me entusiasmé.

Sentí que estaba llegando al campo, y ya me gustó.

Bajé del avión, entré al mini aeropuerto y lo que vi me dio risa: una mesa con doce camboyanos vestidos de uniforme, sentados formando un semicírculo, serios y formales cual reunión de las Naciones Unidas.

Eran los encargados de preparar las visas turísticas para entrar al país.

¡¿Doce camboyanos para esta tarea?!

Sí, el primero te pide que llenes el formulario y le des una foto carnet junto con tu pasaporte, el segundo te cobra (20 dólares por una visa de un mes) y el número doce te devuelve el pasaporte cinco minutos después.

Qué pasa entre el número tres y el once, es un misterio.

Yo creo que se pasan el pasaporte de mano en mano, cada uno escribe una letra del nombre, el número once lo sella y el doce te lo devuelve con una sonrisa.

Hola Camboya.

Salí del aeropuerto diez minutos después (nunca tan rápido) y me encontré con algo mejor aún: tres camboyanos sosteniendo carteles, y uno de ellos, el más bajito y con cara simpática, agarrando uno que decía Welcome to Siem Reap, Ms. Aniko Villalba.

Creo que los tres estaban haciendo apuestas a ver a quién le tocaba llevarme a mí, porque cuando me acerqué al del medio y le puse cara de hola soy Aniko, miró a los otros y les dijo ¡JÁ! (en khmer, su idioma, no sé cómo será, pero hizo el típico gesto de “¡los cagué!”).

Y me puse de mejor humor aún cuando vi el transporte que manejaba: un tuk-tuk (moto-taxi) que parecía una carroza.

¿Cómo sabía este hombrecito que yo llegaría a esa hora a ese lugar?

Estando todavía en Indonesia empecé a buscar gente de Couchsurfing con quien quedarme en Siem Reap, pero me desilusioné un poco al ver que todos los que ofrecían alojamiento eran dueños de hostels que le ponían la mejor onda y pedían la tarifa correspondiente a cambio.

No me gustó eso de que usaran Couchsurfing, una comunidad de hospitalidad en la que no debe haber dinero de por medio, para ofrecer y difundir sus servicios, así que decidí buscar directamente un hostel por medio de Booking (página que recomiendo junto con Trip Advisor, la primera para hacer reservas online y la segunda para leer críticas de hostels).

Reservé uno que me pareció super barato y por la cantidad de cosas gratis que ofrecía: desayuno, bicicletas, internet, wi-fi, tuk-tuk para ir al pueblo, etc, todo por dos dólares la noche (en cuarto compartido).

En Siem Reap hay muchísimos hoteles, hostels y B&B, ya que es un pueblo que tiene la (buena o mala) suerte de estar casi al lado de los templos de Angkor Wat, una de las nuevas maravillas del mundo y el principal centro turístico del país.

Así que así fue como conocí a Mr. Som Art, quien sería mi “tuk-tuk driver” los próximos dos días por el pueblo y por los templos de Angkor Wat (de este lugar increíble hablaré en el próximo capítulo).

Durante los 25 minutos de recorrida entre el aeropuerto y el hostel, todo lo que vi me gustó.

Primero, naturaleza por todos lados.

Árboles altísimos al costado de la ruta, plantaciones de arroz, muchos chicos caminando por la calle y andando en bicicleta, puestos callejeros de venta de comida, hombres cargando fardos de pasto y arriando animales, muchas menos motos que en el resto de los países asiáticos, muy pocos autos, más tranquilidad y un aire pesado y puro de campo.

Llegué al hostel (impecable, un lujo), donde la dueña (local) me recibió con un jugo de naranja y una cama preparada.

Agotadísima, no pude más con mi alma y dormí todo el día sin culpa.

Perdón por la falta de encuadre, iba en el tuk tuk a toda velocidad

Camino al hostel

Dentro del hostel (un lujo!)

Nena que me recibió en el hostel

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