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A veces sospecho que el mundo es el escenario de una gran búsqueda del tesoro en la que participamos todos. Las ciudades son patios de juegos donde la gente deja, tira o pierde cosas que para otros las encuentren, las miren, las levanten y se pregunten de dónde salieron, cómo llegaron hasta ahí, qué camino transitaron para haber quedado justo ahí, en medio de dos baldosas medio rotas, o justo ahí, en uno de los escalones de una iglesia, o justo ahí, en el acantilado de alguna alcantarilla. Las cosas abandonadas van pasando de mano en mano, se resetean cuando cambian de dueño, van reescribiendo su historia, se presentan anónimas, puro presente, con un pasado que sólo se puede intuir, imaginar o inventar.

Desde chica tengo la costumbre de caminar mirando hacia abajo, no sé si por timidez, por mala postura, porque en Buenos Aires hay muchas veredas rotas o para no pisar caca de perro. También puede que camine así para encontrar cosas. Antes no me animaba a levantarlas: lo que está en la calle es basura, está sucio, no se toca, no se levantan cosas de la calle, Ani. No sé cuándo crucé la barrera, tal vez cuando levanté el primer naipe abandonado en Laos, quizá cuando me animé a rescatar un paraguas de la basura en Portugal, tal vez cuando vi que mi vecino había tirado un montón de láminas con dibujos y le toqué timbre para preguntarle si no había sido un error, porque la acción de tirar arte a la basura puede ser bien metafórica pero a mí me genera algo raro: ¿lo dejaron ahí para que otro se lo apropie y lo disfrute? ¿O lo abandonaron porque ya no les transmite la emoción que en algún momento sintieron?

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En Barcelona siempre me encuentro cosas (esta es la vista desde una de las terrazas de Sant Jordi Rock Palace Hostel, lugar que fue mi refugio durante casi dos semanas en Barcelona)

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En París también.

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Hay relojes.

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Chimeneas que parecen instrumentos musicales.

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Y gente que interactúa con las estatuas.

En las calles del mundo, además de gente, hay muchas cosas. En Europa, por ejemplo, es costumbre dejar muebles que ya no se usan en las veredas. Mucha gente que conozco se armó la casa con mesas, sillas y cajoneras que encontró, impecables, en la puerta de algún edificio. Yo en París encontré todo menos muebles. Es que tampoco los buscaba, los muebles no forman parte de mi radar, no puedo amoblar mi mochila. Iba con la mirada abierta, sin buscar nada en particular, y encontré cosas como una bailarina con un brazo roto, un esqueleto sacando la lengua desde adentro de una furgoneta, conejitos de peluche que decidieron ahorcarse, un inodoro con la tapa levantada, una campera de cuero, un vómito en la escalera de Medianoche en París, una pelea callejera frente al Sacre Cour, una trenza cortada y tirada en el asfalto. Cada vez que salgo a caminar por París con vos me encuentro algo, le dije a J. No sé si será casualidad o qué.

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El conejito no pudo soportarlo

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Estas cosas aparecen sobre todo de noche.

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Por mirar el piso también encuentro caras en las cosas.

En Barcelona, hace unas semanas, encontré una pieza de rompecabezas. Estaba sola y era una pieza del medio, no un borde, una pieza que necesita a otras cuatro a su alrededor, una pieza con un dibujo como de flores, una pieza que quizá en ese momento sentía que me faltaba y que encajaba bien con mi vacío, una pieza que tengo guardada en la mochila pero que todavía no sé para qué me servirá. Y hace dos días encontré una pieza pero de Lego, un bloquecito de lego amarillo, rectangular y alargado, con cuatro circulitos arriba y cuatro huequitos abajo, una pieza de ingeniería. Lo levanté del piso sin pensarlo. Cuando tengo que pensarlo es porque ese objeto no está ahí para que yo lo levante. Me lo guardé en el bolsillo para analizarlo después.

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Alguien no va a poder terminar su rompecabezas.

Unos días después, a la una de la mañana, me senté en un escalón de la plaza del tripi y me puse a escribir en mi libreta acerca del lego amarillo. Barcelona tiene eso: podés salir a cualquier hora, sola, acompañada, a un bar, a un escalón, y sentarte a escribir, a cantar, a tocar la guitarra, a lo que quieras. Cada cual a su rollo y la ciudad como patio de juegos a la potencia. Dibujé el lego amarillo en una hoja y le empecé a sacar flechas y a escribir cosas que se me ocurrían, a intentar exprimirlo y vaciarlo de sentido, como a la naranja que Pedro nos puso aquella vez en medio de la mesa y nos hizo mirar de todas las maneras posibles para luego escribir acerca de ella.

Flecha: cuando era chica jugaba con un balde de legos, no sabía construir pero me gustaba encastrar las piezas. Flecha: ¿este de dónde salió? ¿Se le cayó de la mano/mochila/monopatín a un nene? Lo tiró a propósito, lo perdió. Flecha: nos educan para ser legos, piezas del sistema. Flecha: somos piezas distintas y nos necesitamos unos a otros para construir relaciones y armar redes y crear sinergias. Flecha: somos piezas indispensables en la vida del otro y de golpe dejamos de serlo. Flecha: los dos objetos que encontré en Barcelona sirven para construir, aunque ninguno sirve del todo por sí solo, ambos son parte de algo más grande. Flecha: ¿cómo se construye un lego? ¿Cuántos moldes hay? ¿Cómo se piensan las uniones? Determinado número de piezas sólo permite determinado número de uniones. Flecha: el lego no puede cambiar de forma, está condenado a ser la misma pieza por siempre. Nosotros vamos mutando y cambiando de rol. (…)

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La plaza del tripi

—¿Eres artista?

Levanté la cabeza y vi que un chico me miraba mientras escribía.

—Escribo.

—¿Qué escribes?

—Cosas que pienso.

—¿Sobre qué?

—Es que encontré objetos en la calle y estaba tratando de ver qué ideas me disparaban.

—¿Me lees algo?

—Es un borrador, no tiene mucha importancia…

Y me puse a leer: flecha flecha piezas sistema flecha niños flecha balde encastrar construir flecha mutando flecha.

—¿De dónde sos?

—De Italia, pero mi mamá es húngara.

—¡No! ¡Mi mamá también! Nunca me pasó esto, qué genial.

Y nos pusimos a hablar: Budapest húngaro agosto Roma no quiero volver todo es igual allá mamá húngara yo no hablo ella sí yo hablo un poco me gusta dibujar hago tatuajes yo escribo el lunes me voy a París un gusto conocerte que sigas bien.

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El mundo está lleno de gente que se encuentra y se desencuentra.

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Y cuando dos personas se enfrentan por primera vez pasa algo así. Es tanto lo que no vemos… (La ilustración es de Vero Gatti)

En la calle también se encuentran personas y, como los objetos, a primera vista venimos como reseteados, con una historia previa que el otro desconoce, con un montón de flechas invisibles que explican por qué nos comportamos como lo hacemos, por qué pensamos como pensamos, por qué buscamos lo que buscamos, por qué estamos justo en ese lugar de la vereda a esa hora y en esas coordenadas, pero las flechas y todos los globos de texto que salen de cada flecha están con la opacidad al cero por ciento, no se ven a simple vista, casi que ni se intuyen. Lo bueno es que, a diferencia de los objetos, entre personas podemos preguntarnos, escucharnos y dejar las suposiciones —casi siempre erróneas, porque es imposible adivinar con qué mochila carga el otro— de lado. Con los objetos no queda más que usar la imaginación.