Desde el avión

Llegué, dos aviones, dos días y diez husos horarios después, estoy en Bangkok, Tailandia.

Salí el sábado a las 21 de Argentina y llegué a las 14 hs del lunes 5 de Tailandia (algo así como a las 4 de la mañana del lunes de Argentina). Unas 32 horas de viaje en bruto.

Me hice la canchera y pensé que no tenía jet-lag, pero apenas caminé un rato por la ciudad tuve que volver al hostel porque me caía de sueño y sentía como si estuviese caminando sobre la cubierta de un velero en medio de una tormenta. Así que dormí 13 horas de sueño reparador y acá estoy. Hoy es martes y son casi las 9 de la mañana: les estoy hablando desde el futuro.

Pero hablemos del pasado.

El primer vuelo fue de Ezeiza a Frankfurt, 13 horas de avión que se me pasaron… quiero decir volando pero es medio obvio, ¿no?

Así que el domingo pisé Europa por primera vez (y de ahora en más, cuando me pregunten si conozco este continente diré Sí, hice escala cuando viajé a Asia…). Llegué a la tierra de Uter con unas ocho horas de espera por delante ya que el vuelo hacia Bangkok salía recién a la noche.

El aeropuerto de Frankfurt es enorme, como me dijeron, pero una vez que uno se queda cerca del lugar donde tiene que hacer la conexión, los límites se achican. Así que di un par de vueltas y me fui sentando en sectores distintos para mirar a la gente que pasaba desde varias perspectivas. En el aeropuerto de Frankfurt se realizan conexiones entre todos los continentes, así que vi gente de todas partes, ojos grandes y achinados, burkas y no burkas, y escuché todo tipo de idiomas.

“La vida es como un aeropuerto”, me dijo Mohammed, un chico marroquí-canadiense con el que charlé las últimas dos horas de espera. “Uno conoce personas, comparte momentos, y después cada cual toma su avión y sigue su camino…”. Así es… En pocos minutos charlamos de su cultura, de nuestros países, de los viajes. Sin que yo le preguntara, me dijo que no veía diferencia entre las personas, más allá de su manera de vestirse, de hablar, de comer, ya que en el fondo todos somos iguales. Hablamos de los prejuicios, de los estereotipos, de los preconceptos. Y me dijo algo que no me había puesto a pensar, pero que es muy cierto: “Cuando vuelvas de este viaje, vas a conocer perfectamente las diferencias entre tailandeses, malayos, indonesios, filipinos…”. Tendemos a englobar a todos bajo una misma denominación, pero es verdad, en algunos meses voy a conocer a cada cultura por separado.

El segundo avión salió con un poco de lluvia y frío, “típico clima de abril en Frankfurt”. Durante las diez horas de vuelo, en la pantalla se veía un mapa en el que se iba marcando el recorrido del avión: sobrevolé Ankara, Delhi y otras ciudades que espero algún día conocer por tierra y no sólo desde el cielo. Nos regalaron un conejito de chocolate a cada uno y nos repitieron los mensajes en alemán, inglés y (supongo) tailandés.

Ahora sí, estoy en Asia. De a poco voy cayendo.

El avión aterrizó de día sobre Bangkok.

El aeropuerto queda a 20 km de la ciudad, así que no pude ver mucho desde el cielo, solamente gran cantidad de ríos y muchos autos fucsias (después descubrí que son taxis).

Temperatura: 35 grados, “típico clima de abril en Bangkok”. Salí del avión y la humedad me pegó en la cara. Cuando llegué a migraciones, el tailandés que me atendió me dijo “Argentina, doctor, doctor”. Me costó entender el mensaje, pero otro argentino me dijo que tenía que ir al “centro médico” del aeropuerto para un “chequeo”. El único chequeo que hicieron fue el de mi certificado de vacunación contra la Fiebre Amarilla. Un sello y adentro. Una chica de migraciones me preguntó, con sonrisas y curiosidad, “You come alone to Thailand? You have friends in Thailand? Where are you staying?”, a lo que le respondí Yes, not yet y near Lumphini. “Ohh Lumphini, rich people”. Al parecer mi hostel está en un área muy comercial de la ciudad, así que me quedaré acá uno o dos días y tal vez me cambie de barrio, ya veré.

Dejé las cosas en el hostel (“Take a nap Hostel”) y me fui a conocer el famoso Lumphini, un parque al estilo Rosedal porteño en medio del cáos de Bangkok. Cruzar la calle sin que te atropellen es un desafío, si en Buenos Aires hay muchas motos, acá debería haber calles exclusivas para los cientos de motociclistas que andan en sus Vespas por la ciudad.

Llegué al Lumphini Park y empecé a caminar entre la gente y a sacar fotos como si nada. Tardé unos cinco minutos en darme cuenta de que todos estaban inmóviles, yo era la única que estaba caminando dentro del parque, alguien había apretado Pausa en el control remoto. Frené en el acto y escuché una música que salía de los altoparlantes: todos habían parado para escuchar la música —me atrevo a decir que era el himno nacional—. Cuando terminó, algunos hicieron una pequeña reverencia y el movimiento se reestableció, cada cual siguió su camino. Las mujeres siguieron con su clase de aerobics, los hombres continuaron su trote y los chicos reanudaron sus partidos de ¿tenis?

Ya caí: estoy en Asia.

  

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