Admiro a los camboyanos.

Admiro sus sonrisas.

Admiro su buen humor.

Admiro también, por qué no, su caos, porque significa que salieron adelante y siguen viviendo.

Admiro su fortaleza.

Admiro su presente.

Porque veo su pasado y no me queda otra que llorar por lo injusto que es el mundo, por lo extraño que es todo, y que unos pocos puedan arruinar la vida de millones de familias y porque no hay manera de borrar el sufrimiento.

Supongo que esto es lo que se siente al llegar a un país donde toda una generación fue borrada.

Donde hay más gente joven que adulta.

Donde todos los intelectuales de una generación murieron.

Donde hombres, mujeres, monjes, niños, todos fueron obligados al trabajo forzado o a la muerte.

Donde un hombre tuvo la idea de generar un país sin clases, sin educación, sin hospitales, sin futuro y lo logró gracias al apoyo de unos pocos y una máquina sanguinaria que borró a más de 8 millones de personas del mapa.

Pensé que no me iba a afectar pero me afectó.

Caminar por el lugar conocido como Killing Fields”, campo clandestino en las afueras de Phnom Penh donde se llevaba a la gente en camiones para matarlos en masa.

Pisar los bordes de las fosas comunes donde fueron encontrados miles de cuerpos destrozados.

Ver los árboles que servían para matar a los bebés (me lo explicaron literalmente así), agarrándolos de los pies y rompiéndoles el cráneo contra el tronco.

Tener los restos de ropa, de mandíbula, de huesos y de cráneos de las víctimas frente a mí, para que los oliera, mirase y tocase.

Caminar por dentro  del “S-21”, un colegio que fue tomado por el Khmer Rouge y transformado en una de las mayores cárceles clandestinas y centros de tortura.

Ver las celdas construídas rústicamente con madera, una madera que delimitaba los bordes de la vida: de acá para adentro, seguís vivo, cuando salgas, olvidate.

Mirar y ser mirada por las miles de fotos de las víctimas, sabiendo que no hay manera de resucitarlas.

Ver a los turistas sacándose fotos frente a los instrumentos de tortura, como si fuese algo “divertido”.

Leer los relatos de aquellos que fueron reclutados de niños y decidieron colaborar con el régimen para seguir vivos.

Ver que todavía, al día de hoy, no se hizo justicia y tal vez nunca se haga, ya que los mayores responsables murieron.

Saber que sólo siete de los miles de prisioneros sobrevivieron.

Escuchar aún hoy los gritos de desesperación, el llanto de los chicos, las plegarias de las mujeres.

Sentir el aire pesado, cargado de muerte, que quedó en todos estos lugares.

Entrar a una de las cuevas en las afueras de Battambang que también sirvió de fosa común y mirar desde abajo, cual víctima, el hueco desde donde arrojaban a la gente de lo alto.

Y pensar: no hay escapatoria.

Frente a la maldad humana no hay escapatoria.

Me afectó. No puedo no sentir nada frente a algo así. Es morbo, puede ser, porque de alguna forma ahora alguien gana dinero con la muerte, se la exhibe en un museo, se cobra entrada para presenciar la ausencia.

Pero sirve para generar conciencia, para que esto no se repita.

Y es una historia que no se puede pasar por alto si se visita este país. Porque la historia da forma al presente, y un lugar es lo que es, por consecuencia de lo que fue.

Y yo, personalmente, no puedo no sentir dolor, indignación, asco frente al ser humano que se dedica a matar a otras personas para lograr su cometido.

No puedo.

Hoy estoy indignada frente al mundo.